En unos meses, casi seguro, First man: El primer hombre aspirará a varios premios Oscar. Y no necesariamente porque lo merezca -a menos que la del 2018 acabe siendo una cosecha cinematográfica particularmente mala, no debería- sino porque, en los últimos años, ser la película inaugural de la Mostra de Venecia casi se ha convertido en garantía de tener luego un fructífero paseo por la temporada de premios. Eso es algo que saben perfectamente Damien Chazelle y Ryan Gosling, que hace dos años ya abrieron el certamen italiano con La La Land antes de que esa película acabara ganando cinco Oscar en una trayectoria triunfal.

Aquí actor y director se reúnen para recrear la vida del astronauta Neil Armstrong entre 1961 y 1969, cuando fue el primer hombre en pisar la Luna; First Man, pues, es un biopic, y la Academia de Hollywood siente predilección por los biopics. Es cierto, por otra parte, que no sigue el esquema del subgénero a pies juntillas, y que funciona menos como una versión filmada de la Wikipedia que como un estudio psicológico de su protagonista. Es una pena que, mientras por un lado evita las trampas dramáticas propias del género, por el otro no sea capaz de buscar más formas alternativas de generar emoción que algunos toques de sentimentalismo más bien obvio. Y buena parte de la culpa de ello la tiene su protagonista mismo.

RELACIONES AFECTIVAS / Dañado por la muerte de su hija, el Armstrong de First Man es un hombre incapaz de mantener relaciones afectivas saludables y que vive exclusivamente para superarse aunque eso le aporte exclusivamente sufrimiento. Chazelle, pues, convierte al astronauta en el tipo de antihéroe sobre el que su filmografía se construye: un alma gemela del joven de Whiplash, que seguía tocando la batería incluso cuando le sangraban las manos, y del pianista de La La Land, que renunciaba a la mujer de su vida por su amor al arte. El problema es que este Armstrong es menos una persona que un mero recipiente de ese sufrimiento.

«Tiene un instinto increíble no solo sobre lo que las audiencias quieren ver, sino sobre cómo unir a la gente a través de una película», señaló Chazelle sobre el director. Un filme que ha contado con la participación como productor de Steven Spielberg y que es el primero de Chazelle que cuenta una historia que no es personal.

Comentaba también Chazelle ante la prensa que ha querido aproximarse al espacio exterior desde un tipo de realismo que a menudo se echa de menos en las películas protagonizadas por astronautas. En concreto, en lugar de avasallarnos con vistosas panorámicas del espacio exterior, la cámara permanece en el interior de aeronaves minúsculas y oscuras, pegada a los rostros y los cuerpos de los astronautas, tan vulnerable como ellos a las sacudidas y los temblores continuos y el ruido ensordecedor.

El resultado, en efecto, es increíblemente realista, pero no particularmente fotogénico. Lo que Chazelle busca con todas esas larguísimas escenas en las que Armstrong mira pantallitas e intercambia con sus colegas diálogos llenos de coordenadas y siglas como ADL y RCN y demás jerigonza es hacer que compartamos la claustrofobia que ellos sienten. Lo que logra es que miremos una y otra vez el reloj en la muñeca.

Y cuando no viaja más allá de la atmósfera, First man transcurre enteramente ajena al convulso tiempo que recrea. Cuando Donald Trump habla de hacer América grande otra vez, la América en la que piensa es la de los 60, con el baby boom y los Cadillacs y, sí, la carrera espacial. No piensa en Vietnam, y el racismo, y los asesinatos de JFK y Martin Luther King.

First man tampoco lo hace. Es cierto que ese hermetismo probablemente sea el mismo que habitaban quienes vivían mirando todo el día al cielo, y también lo es que Chazelle deja claro el enorme coste económico, social y humano que pagaron por ello. Pero, en última instancia, First man funciona como celebración de un hombre que llevó a su país a la gloria.