El matador de toros Curro Díaz resultó herido de gravedad al entrar a matar al cuarto toro de la tarde durante la segunda corrida de la feria de San Jorge. El parte médico indica dos trayectorias de 15 cm. en el muslo derecho.

El torero quedó suspendido del pitón tras perfilarse muy en corto después de una faena largamente aclamada por el público, totalmente entregado al desempeño del linarense.

Y es que los olés habían resonado con fuerza desde los primeros compases, en un inicio de faena pinturero y torerísimo, ganándole el torero el terreno al toro --que no la voluntad-- hasta llevarlo más allá de las rayas.

El de Algarra, con más movilidad que clase, iba y venía y Díaz acompañó sus embestidas sin forzar ni poder, sin crujirlo por abajo. Acaso un tanto al final del trasteo.

Fue un ballet armónico, de rica y profusa coreografía en la que lo primordial resultó orillado, todo en pos de la, eso sí, arrebatadora estética, que lo bruñó de arabesco, voluta y filigrana. Para entonces la plaza era un manicomio. Más parecía la peña de un sábado de feria, flexible y bonachona que la rigurosa cátedra que antaño se dijo de Zaragoza.

Cuando Curro salió despedido de la suerte suprema y se evidenció el orificio ensangrentado en el punto de su azul taleguilla, la plaza terminó de entregarse hasta que el palco concedió doble trofeo. También, un tanto, como desagravio compensatorio por la negativa presidencial de conceder una oreja tras su actuación primera.

En ese toro que abrió plaza dejó Curro Díaz el recuerdo imborrable de unos lances de recibo y sobre todo de unos zurdazos desmayados fuera de catálogo para la legión de pegapases que tanto abunda hoy en día por esos ruedos de Dios.

Alma sin embargo es lo que le faltó a un Ginés Marín irreconocible, pasado de técnica y academicismo hasta llegar a la frontera de la más absoluta y muda frialdad en su primero y ausente y sin ideas frente al sobrero que hizo sexto, uno de los toros más feos que saltar a un ruedo puede. Como para las calles.

Mientras, lo de Paco Ureña fue harina de otro costal. Se pasó toda la tarde buscando un diamante en un albañal. Porque eso fue la corrida de Algarra, dispar, viejunos varios de sus toros y sin fondo aunque tuvieran engañosa movilidad.

Ruinoso su primero, cornalón y chungo, fue ante el quinto cuando se la jugó sin trampa, dándose el lujo hasta de citar de frente.

Fue tajo consentidor y de trágala sordo, de amasar y amasar hasta que consiguió meter al toro en la muleta, pudiéndole por abajo, aguantando parones, miradas, amenazas de camorrista traicionero a la defensiva.

Hubo autoridad, verdad y muchos, muchos pelés. Aunque para gran parte del graderío pasara un tanto desapercibida, es una de esas faenas que al torero le arregla la mente para tres meses.

Lástima que la estocada (de la que también salió prendido) no tuviera célere efecto y que sonara un aviso. El público calló mientras las miradas entre los muy aficionados se cruzaban con gesto de pasmo. Ofú.