AUTOR Víctor Solana

LUGAR Galería Cristina Marín (C/ Manuela Sancho, 11)

FECHAS Del 10 de junio hasta el 7 de julio.

HORARIO 18.00 a 20.30, de martes a sábado

La inquietante verticalidad humana que asusta a todos los seres del bosque cuando camina con ese compás (tic, tac) que no tiene ningún otro ser, ni los pájaros, ni los insectos, ni las peores alimañas. Esa postura erguida se refuerza aquí con el capirote. Al principio parece que estos seres que salen de las manos de Víctor Solanas (Zaragoza, 1985) son acusadores, todos miran en la misma dirección..., pero son reos, muchedumbres atormentadas.

Seres iluminados desde arriba que parecen acechar desde el patio nocturno de un presidio. Pero son enajenados que sufren, que se doblan, que gritan sin esperar a nadie. Hombres de brazos caídos que nos lanzan a la cara ese No os preocupéis por nosotros, sabiendo que están al otro lado de la raya hasta la que llegan nuestras preocupaciones. Varones de dolores que no tienen miedo a encararse porque no tienen nada delante. Sus gorros apuntan en todas las direcciones, porque están perdidos. El triptico tiene una simetría de puntas, dispuestas las figuras según triángulos de profundidad, y también en las secuencias pautadas de los ocres y los azules.

El desfile es una jauría de locos feroces y desvalidos, como perros sin dueño. Ferlosio escribió en Alfanhuí: "Era un perro flaco, con ojos de loco que daba un rodeo cuando veía a alguien". Hay recortes de una prensa desquiciada y de brochazos negros en el infierno de capirotes. Más adelante se inician los cuerpos disformes, en la frontera de la descomposición. Un magma humano sufriente. Grises, negros, rojos, franjas como latidos acelerados. No escuchan, no ven, no huelen, sólo gritan. Seres desaforados al paso, náufragos de la noche, que muestran los dientes, ululando para nadie. Caminan sin otra respuesta que la luz que les sobreviene y les hace visibles, como si al levantar una gran piedra en el campo surgieran miríadas de gusanos acechantes. En El clamor hay puños que se agitan, ya no son brazos caídos sin esperanza; hay una determinación, un levantarse, un caudillo gigante que viene con ellos.

Ha sido un espejismo. De nuevo el ser paranóico atado desnudo sobre el fuego. Todo es negro salvo ese capirote blanco que se eleva como una pesadilla. Sinfonía de los sentidos, rostros velados, manos crispadas, cerramiento sin salida; fogonazos de dolor en grandes golpes de espátula.

Muchedumbre, órbitas huecas, apelotonamiento, cruces a cuchilladas de la luz y de la sombra; violentos latigazos luminosos sobre las figuras. Seres jibarizados a los que la masa corporal se les apodera: La materia informe sobre campos de sufrimiento. Y al final, cuatro rostros, como un autorretrato que va desfigurando los rasgos, todo se vuelve borroso inhumano, desdibujado.