Los preparativos del tan anhelado viaje a París mantuvieron ocupado a Miguel Viladrich (Torrelameu, Lleida, 1887-Buenos Aires, 1956) durante el invierno de 1912, que pasó entre el domicilio familiar en Lérida y el de su hermano Paco en Estadilla. Además de compartir excursiones con Julio Antonio, como la que realizaron a Fraga poco antes de viajar a París, en febrero de 1913.

De Fraga le impresionaron las calles tortuosas, las ruinas del castillo y los trajes de floridas telas que vestían las mujeres. El éxito crítico de sus obras en el Salon des Indépendants, en especial de Mis funerales, fue acompañado de ventas que le animaron a trasladarse a Fraga. Según escribió Viladrich en sus memorias, llegó con una gran tabla en la que pintaría Las fragatinas. Pronto hizo amigos, y animado por el ambiente cordial, comenzó a pintar en una sala inmensa que se empleaba como pajar y en la que le autorizaron a abrir un ventanal de tres metros.

Los amigos se preocupaban de su bienestar e incluso de buscarle modelos para sus cuadros. Tanto le atrajo Fraga que decidió hacer gestiones para convertir las ruinas del castillo en lugar de trabajo y museo. El 13 de diciembre de 1914 el Ayuntamiento de Fraga cedió a Miguel Viladrich el edificio denominado Castillo, que fue capilla de San Miguel, por 99 años para destinarlo a museo.

En Fraga encontró Viladrich «aquello que mejor pudiera acomodarse a su modo de ser artista y hombre: tiene a toda Fraga por modelo; planta olivos; se ocupa en las faenas agrícolas; aconseja a los labriegos sobre cultivos. [...] El artista y el pueblo son uno. El pueblo adivina que en aquellas pinturas, como en los viejos romances de jugoso y sobrio decir, está algo de su alma, algo que le representa en la dignidad de su vida, algo que expresa el obscuro concepto vital peculiar de su casta. Se siente allí representado, y siente también que algún día esas imágenes del pintor correrán por el mundo y el espíritu fragatino será gustado por muchas gentes que ignoran el lugar del mundo donde se cobija Fraga. Pero Viladrich quiere dejar algo permanente en Fraga. En pago al espíritu que Fraga le comunica, él quiere que el castillo de Urganda llegue a ser con el tiempo un museo fragatino. Si planta olivos e higueras en su recinto, quiere también llenar las paredes de las salas de pinturas al fresco, representando, al modo de los primitivos italianos, el paisaje, los tipos, las costumbres de los fragatinos», escribió Juan de la Encina en el diario España de Madrid, el 22 de noviembre de 1917.

Aislado en aquel castillo en ruinas que habitó la famosa Urganda, Viladrich pintó su fascinación por las manifestaciones más genuinas. En Fraga recibió a sus amigos, como Julio Antonio, y desde Fraga hizo frecuentes viajes a Almatret para visitar a su familia y a Madrid para asistir a la tertulia del Pombo y ponerse al día. En uno de aquellos viajes Viladrich convenció a Pío Baroja a ser candidato a diputado republicano por Fraga en las elecciones de febrero de 1918. En aquella accidentada aventura electoral, que acabó en fracaso, participaron Rafael Sánchez Ventura, Felipe Alaiz, Silvio Kossti, Joaquín Maurín, Julio Antonio, Bagaría y Ricardo Baroja.

Primitivo y perdurable / Tras varios años sin exponer en Madrid, la sala del Ateneo acogió en junio de 1918 una selección de 20 cuadros de Viladrich, la mayoría pintados en Fraga y Almatret. El enorme tamaño de Las tres fragatinas y Catalanes de Almatret obligó a colgarlos en el vestíbulo, mientras que el resto de las obras ocupaban el saloncillo presidido por los retratos de sus padres.

Volvió a haber coincidencia: se trataba de un modo de pensar la pintura y de pintar que para los académicos era revolucionario y para los avanzados, arcaico. No obstante, el éxito crítico le acompañó. «La revelación de Fraga fue para Viladrich como hubiese sido la de una Grecia sin descubrir. Mujeres señoriales bajo sus trajes humildes, graciosas adolescentes de gracia natural y armoniosa, hombres con su barretina roja cual gorro de Frigia, esbeltos, y con la nobleza de ademán de un caballero. Un país suave y dulce, de aire templado, de cielos limpios; de bajas cordilleras onduladas, del olivo, de la vida, de la franqueza, de la bondad y del acento musical», escribió Tomás Borrás en La Tribuna de Madrid, el 15 junio de 1918.

De regreso a Fraga, Viladrich decidió parar en Zaragoza para saludar a Felipe Alaiz que, entusiasmado, sacó los cuadros de las cajas en la redacción de la Revista Aragón y le animó a exponer durante las fiestas del Pilar; a la mañana siguiente, visitaron a la viuda de un primo de Alaiz recién llegada de Buenos Aires con sus hijos, entre ellos Ana Morera con quien Viladrich contrajo matrimonio en Buenos Aires, en 1920.

Hasta que se celebrara su exposición en Zaragoza, pintó nuevos cuadros como La boda de Fraga. La inauguración en el Ateneo, que se retrasó al 31 de octubre, se abrió una conferencia de Alaiz y un concierto. Julio Antonio, Zuloaga y Falla enviaron telegramas y los amigos organizaron un homenaje. Para la clausura, el Orfeón zaragozano se presentó por vez primera al público con una suite de tonadillas de la comarca de Fraga recopiladas por Alaiz, que llamaron la atención por su belleza primitiva y popular, tan acorde con la interpretación que Ramón Pérez de Ayala hizo de la pintura de Viladrich para su monografía publicada por Biblioteca Estrella de Madrid, en 1918: «Viladrich es en la técnica un maestro. Por el concepto un primitivo».