‘EL BANQUETE CELESTIAL’

Donald Ray Pollock

Random House

La industria cultural descansa en tal medida en el etiquetaje que cuando aparece una voz única como la de Donald Ray Pollock (Knockemstiff, Ohio, 1954) corremos todos a buscar referencias para ubicarla en un contexto familiar, obviando precisamente su condición de incomparable. Suele recurrirse a Faulkner y Tarantino, Twain y McCarthy. Nadie habla de Steinbeck, que podría ser otro referente por la sequedad y la transhumancia. Da lo mismo: Pollock no es como nadie. Se dio a conocer con una colección de relatos, Knockemstiff, le siguió El diablo a todas horas, que introducía una excelente novedad: el arco temporal de los personajes. Sus personajes llevan, como las personas, la vida a cuestas.

Esa virtud se hace de nuevo presente nada más empezar la lectura de El banquete celestial. Estamos en 1917, entre Georgia y Alabama, en la choza de Pearl Jewett y sus tres hijos. La mera mención de su dieta -gachas secas y restos del cerdo enfermo que mataron en primavera- proyecta la vida entera de esta familia. La dieta no es solo escasa; también letal. El padre muere en pleno ataque de diarrea. Sí, Pollock tiende a lo escatológico, pero con maestría. Muerto el padre, los tres hermanos Jewett entran en el reino de la picaresca. Tras matar al terrateniente que ni les daba de comer, los hermanos roban sus caballos y huyen hacia Canadá. Tienen por guía las aventuras de Billy Bucket, que Cane -el único hermano que no es analfabeto- lee a los demás. Otra estratagema brillante: el libro dentro del libro Pollock nos hace saber que no vive fuera del curso de la modernidad; señala el camino.