La paz avanza en Colombia a punta de pistola. Cerca de 500 líderes sociales han sido asesinados desde que el anterior presidente, Juan Manuel Santos, alcanzase el acuerdo de la Paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en noviembre del 2016. Las veredas y morgues del país son los escenarios principales de este nuevo episodio de la historia de la violencia colombiana. Un país marcado por esta lacra desde la conquista y un sinfín de contiendas diversas, desde las guerras de independencia hispanoamericanas, el Bogotazo con el asesinato de Gaitán, la época de la violencia entre liberales y conservadores, el surgimiento de las guerrillas marxistas en la década de los 60 y el narcotráfico hasta la actualidad.

Un pasado así imprime carácter y la mentalidad violenta de los conquistadores y criollos terratenientes pervive hoy en los latifundistas, galvanizada a fuego por 50 años de doctrina de seguridad militar y enemigo interno impulsada por EEUU en Colombia como parte de su geopolítica imperial en Latinoamérica.

Con los acuerdos de la Habana, las antiguas FARC, otrora la mayor insurgencia del hemisferio, se han transformado en la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, un partido político que amenaza con descomponerse: las disidencias (facciones al margen de la negociación y acusadas de narcotráfico), la persecución y asesinatos de sus líderes (Santrich, en trámite de extradición a EEUU; Simón Trinidad, en una cárcel norteamericana,…) o la desaparición de su antiguo jefe negociador, Iván Márquez, unido a los malos resultados electorales y división interna no indican lo contrario.

El desescalamiento del conflicto bélico interno es positivo. La población civil, víctima principal del conflicto, ha mejorado su condición tras la firma. Sin embargo, en movimientos sociales como el Congreso de los Pueblos afirman que «las clases dominantes por medio de los gobiernos de turno han concebido la paz como una oportunidad para desmovilizar a las insurgencias armadas y cooptar, neutralizar o aniquilar al movimiento popular, al tiempo que refuerzan las bases políticas y materiales para la acumulación de capital».

Las aparentes rivalidades entre Santos y el anterior presidente, Álvaro Uribe, consiguieron reducir los acuerdos de paz a su mínima expresión y contener las exigencias de transformaciones estructurales de los movimientos sociales, tratando de deslegitimar a las organizaciones sociales con el argumento de pertenecer, simpatizar o colaborar con la insurgencia. El mandato del nuevo presidente, Iván Duque, tildado por muchos como marioneta de Uribe, también ultraderechista, no augura nada bueno para abordar las problemáticas que tiene que afrontar Colombia, como la participación política institucional o la solución del conflicto social y armado.

El desplazamiento forzado significó el despojo de 8 millones de hectáreas y los paramilitares, a pesar de ser el grupo armado ilegal que más muertes y expolio ha causado, en lugar de ser desmantelados por el Estado están resurgiendo con trágicas consecuencias. «Santos vendía una concepción de la paz centrada en los beneficios que le traería a la inversión extranjera y al gran empresariado multinacional, el cual podría explotar los recursos naturales, principalmente los minero-energéticos, sin el temor a ataques o extorsiones de grupos insurgentes», opina J. Giraldo, sacerdote colombiano. Y ahí sí que ha cumplido el Gobierno, ya que la presencia de multinacionales se ha incrementado.

En este contexto, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) es la única guerrilla relevante que queda en Colombia, con la misma antigüedad que las FARC. El Gobierno de Duque ha suspendido los diálogos que mantenía su antecesor, para cuya continuación había ofrecido suelo español el presidente Pedro Sánchez. Los líderes sociales se han vuelto a convertir en objetivo del actuar paramilitar y se repite lo ocurrido con los militantes de Unión Patriótica, que durante 18 años fueron objeto de un exterminio sistemático, con la muerte o desaparición de más de 4000 personas .

El dilema histórico entre guerra y paz se mantiene. Aunque, desde la institucionalidad, silenciar las armas de la insurgencia era el primer paso hacia la paz, la realidad es que el goteo diario de asesinatos de líderes sociales no augura hoy que ello sea así. Quizá sea como siempre porque, ante la visión oficial y complaciente del Gobierno, se alza una pretensión de paz con justicia social, en la que se asegure el disfrute pleno de los derechos a los que una sociedad puede aspirar, con respeto a la nación plural que es Colombia, donde las comunidades afrocolombianas, indígenas, campesinas y poblaciones urbanas, de acuerdo con sus cosmovisiones y con las tradiciones de las regiones que habitan, tengan la posibilidad de ordenar los territorios para el bien y la dignidad colectiva.

La solidaridad y acompañamiento internacional es más necesario que nunca. El Comité de Solidaridad Internacionalista de Zaragoza viene organizando brigadas internacionales y forma parte de las caravanas que en los veranos se organizan para conocer de primera mano la realidad colombiana. Este año, el centro-oriente fue la región elegida: Meta, Casanare, Arauca, Boyacá, Cundinamarca y Bogotá. Internacionalistas y colombianos recorrieron el territorio en un intercambio de experiencias con las gentes de cada lugar y en el que las consecuencias del extractivismo petrolero, el turismo descontrolado, la escasez de vivienda, los monocultivos, la persecución y el desplazamiento forzado fueron explicados por sus protagonistas directos, sin intermediarios. Las reivindicaciones más repetidas fueron «paz con justicia social» y «que la paz no nos cueste la vida, ni la libertad».