Hoy, 70 años después de la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el racismo, la discriminación racial y la xenofobia siguen siendo una de las principales amenazas contra la libertad, la dignidad del ser humano, la cohesión social y la convivencia.

Hace apenas 15 días, millones de personas salieron a la calle para reivindicar la igualdad efectiva entre hombres y mujeres. Y si hay un colectivo especialmente vulnerable de entre las mujeres y las niñas, ese es el conjunto de mujeres de origen extranjero o que pertenecen a minorías étnicas y que son víctimas de múltiples discriminaciones.

Mujeres gitanas, negras, magrebíes, árabes, latinoamericanas, asiáticas y de todos los confines del mundo que a su condición de mujeres y de trabajadoras, suman su origen, el color de su piel o su forma de vestir. Mujeres que luchan por romper las barreras, los prejuicios y los estereotipos que todavía existen en sus propias comunidades.

Mujeres discriminadas en sus países de origen, que migran en busca de libertad e independencia, para escapar de la pobreza y de sociedades que a menudo las oprimen pero que acaban discriminadas también en los países de destino, siendo las más invisibles, las más marginadas y las menos protegidas.

Mujeres formadas, con estudios, pero generalmente abocadas a ocupaciones muy por debajo de sus cualificaciones y capacidades. Mujeres que tienen los empleos más precarios, más inestables y menos reconocidos socialmente. Mujeres que cuidan a nuestros hijos y a nuestros padres. Que limpian nuestras casas, nuestros portales y nuestros centros de trabajo. Mujeres que recolectan las frutas y las verduras que servimos en nuestras mesas.

Mujeres víctimas de las redes de trata y prostitución, en ocasiones sometidas a violencias sexuales a lo largo de su proceso migratorio. Madres que soportan el terrible peso de tener que ejercer su maternidad en la distancia y de mantener a sus familias en los países de origen, enviando buena parte de unos ingresos obtenidos tras interminables jornadas. Mujeres valientes cuyas voces apenas se escuchan y de las que, seguro, tenemos mucho que aprender. Y no solo de sus problemas, sino también de sus propuestas y soluciones.

La lucha contra el racismo es un imperativo ineludible para todas las personas y debe estar en la primera línea de la agenda feminista del siglo XXI. Porque el patriarcado y el racismo suelen ser dos caras de la misma moneda que se retroalimentan entre sí.

Necesitamos construir un feminismo para todas y ser conscientes de que la igualdad para todas quizás pase también por la renuncia de los privilegios que todavía algunas tenemos sobre otras.

Necesitamos reivindicar alto y claro que el feminismo será antirracista e intercultural o no será.