Una de las experiencias que nos deja la crisis económica ha sido el alto nivel de solidaridad ciudadana con quienes peor lo han pasado (y lo siguen pasando). Los pensionistas han ayudado a sus familias, los adultos han echado una mano a los jóvenes, los ciudadanos han creado nuevas redes de ayuda mutua y las oenegés tienen más socios.

No obstante, otra de las secuelas que nos deja la crisis es motivo de preocupación. Resulta inquietante que una parte de la población defienda cierta jerarquía de las personas pobres. Entre algunos allegados, vecinos y conocidos percibo cierta clasificación inconsciente de las personas en situación de exclusión según la distancia geográfica, la procedencia y las pautas culturales.

Sin ser una investigación científica, tengo la impresión de que a estos segmentos de población les preocupa menos quienes viven más lejos o quienes viven cerca pero tienen una nacionalidad o cultura diferente. Pero, ¿caben los nacionalismos y las preferencias culturales cuando se pasa hambre, frío o violencia?

Pero mis impresiones personales han encontrado respaldo en algunas pruebas empíricas. A medida que han crecido las expresiones de solidaridad ciudadana al interior del país, el apoyo hacia la cooperación internacional ha disminuído. Los barómetros del CIS han preguntado a los españoles desde los años 90: «¿Debe España cooperar con los países menos desarrollados?». El apoyo público a la cooperación internacional experimentó un crecimiento sostenido pasando del 71% de favorabilidad en 1993 hasta su pico más alto: 85% de apoyo en el 2007. A partir del 2008, el respaldo social ha bajado considerablemente, llegando a niveles que, en esta última década, se han movido entre el 66% y el 72% de respaldo.

De esta manera, podemos extraer una clara conclusión: el apoyo social a la cooperación internacional depende de los ciclos económicos, y en situaciones de escasez y de políticas de austeridad, anteponemos nacionalidad y cultura a otros criterios, tales como las propias situaciones de vulnerabilidad y necesidad. Mostramos más disposición a la cooperación internacional cuando las cosas nos van bien y, menos, cuando cambia la tendencia.

Esto se evidencia no solo por la disminución de la favorabilidad, sino por el aumento progresivo de la desfavorabilidad. Esto es, entre el 2002 y el 2007 había entre un 6% y un 8% de españoles que estaban en contra de la cooperación con países menos desarrollados. Entre el 2008 y el 2015, las personas que consideran que España no debía cooperar se habían movido entre un 15% y un 18% del total de la población. Demasiado alto para sentirnos orgullosos de ser uno de los países más solidarios del mundo.

En tiempos de crisis y escasez aumentan las personas proclives a la cooperación intranacional, en detrimento de la internacional, primando cercanía y unidad ante lejanía y heterogeneidad. Sin embargo, los retos que nos plantea el siglo XXI apuntan en otra dirección: la crisis medioambiental, la conciencia creciente de pertenecer al mismo planeta y el imperativo propio de la condición humana nos obligan a trabajar por la construcción de la ciudadanía global, nos demandan atención ante el auge de los nacionalismos egoístas y nos exige estar alertas ante el repliegue identitario y cultural de sectores que se sienten amenazados por los problemas globales.