Si no hay tiempo para aprobar un nuevo sistema de financiación autonómico, tampoco lo hay para una reforma constitucional, ni para reponer por leyes orgánicas contenidos anulados por el Constitucional en el vigente Estatuto catalán del 2006, ni siquiera de discutir y aprobar las medidas que Carles Puigdemont planteó a Mariano Rajoy y que siguen, yacentes, sobre la mesa del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.

El nuevo jefe del Ejecutivo puede hacer gestos, templar el lenguaje, olvidarse del «racismo» y del «lepenismo» del que acusó a Quim Torra el pasado 18 de mayo en Mérida, pero sabe que, por una parte, necesita la colaboración del independentismo para «desinflamar» la Cataluña del procés (que no es toda), y, por otra, que solo medidas muy explícitas pueden conseguir un cierto grado de distensión que desarme de hostilidades verbales y gestuales la bélica situación actual.

Torra se la está jugando con la estúpida estrategia de estigmatizar al Rey que el viernes presidió la inauguración de los Juegos Mediterráneos. Y ahí estuvo el vicario de Puigdemont enrabietado con la Corona ahora que no puede confrontar con Sánchez, y Rajoy ha hecho mutis por el foro.

Como quiera que reencauzar la crisis catalana -con la regeneración- es la clave de bóveda de su mandato, planificado sorprendentemente hasta el 2020, Sánchez se apresta a mover algunas piezas en el tablero de la vida pública española. El primer movimiento ya lo explicitó en la encorsetada entrevista (sin repreguntas) del lunes en RTVE.

El presidente cree «razonable» acercar a los políticos presos preventivos acusados de graves delitos a cárceles catalanas una vez concluida la instrucción de la causa 20907/2017 que se tramita en la Sala Segunda del Supremo. Ha quedado claro que la competencia para el acercamiento es del Gobierno y Pablo Llarena se ha encargado de argumentarlo en un auto en el que desestimaba por enésima vez la libertad de tres de los encausados.

El traslado

Lo que Sánchez no ha explicado, ni lo ha hecho el ministro del Interior, es cómo se produciría ese traslado teniendo en cuenta que las prisiones catalanas son competencia de la Generalitat. La aproximación de los reclusos es una medida, además de conveniente, humanitaria y prevista en la normativa penitenciaria.

Pero, ¿sería entendible que los líderes del procés quedasen bajo la autoridad del Govern? ¿No crearía esa situación una tensión aún mayor de la que ya existe? ¿Cómo podría entenderse ese desapoderamiento del Estado respecto de unos presos preventivos a los que se les acusa de haberlo atacado en su integridad territorial? ¿En qué situación de independencia de criterio podría actuar el juez de vigilancia penitenciaria?

No son estas cuestiones banales que ya circulan con profusión entre fiscales, magistrados del Supremo y de la Audiencia Nacional, más expectantes todavía ante la próxima entrada en funciones de la nueva fiscal general del Estado, María Jesús Segarra. El nombramiento ha dibujado una mueca de contrariedad en algunos fiscales de Sala -la élite de la carrera fiscal- porque sostienen que «nunca se puso a un sargento a mandar a generales».

Pero al margen de ese prurito, lo esencial es que Segarra participa de dos criterios coincidentes con el Gobierno: es deseable que los políticos presos sean excarcelados bajo fianza una vez concluya la instrucción (lo cual sucederá muy pronto) y ni el Ejecutivo ni la nueva fiscal general -siempre según fuentes de su entorno- consideran que los hechos anteriores y posteriores al 1-O constituyesen un delito de rebelión, aunque sí otros de menor gravedad.

No sería nada extraño -todo lo contrario, resultaría previsible- que, además del acercamiento de presos, la nueva fiscal instruyera a sus subordinados que se encargan de la causa en la Sala Segunda del TS para que interesasen su libertad bajo fianza y que en el escrito de acusación que se formule en su momento se omitiese el delito de rebelión.

Estamos seguramente ante un golpe de timón en la política criminal del Estado -que corresponde instrumentar al ministerio fiscal- y, en consecuencia, ante una rectificación en toda regla de los criterios del fallecido José Manuel Maza y de su sucesor, Julián Sánchez Melgar. Si además, Alemania deniega la entrega de Puigdemont -cunde el pesimismo al respecto en la Sala Segunda- este viraje resultaría más explicable para la fiscalía y para el Gobierno que habría dado la vuelta a la estrategia de Rajoy en Cataluña.

Malestar de jueces

Cierto es que Sánchez tendrá que enfrentarse a un sonoro ruido de togas, o sea, el malestar de los jueces y fiscales que se han empleado a fondo en la causa penal del procés; cierto también que el presidente tendrá que enfrentarse a serias acusaciones de la oposición sobre su supuesto «pago» a los socios en la moción de censura e, igualmente, que se producirá fuera de Cataluña una reacción social negativa.

Pero Sánchez -ahora en una fase de audacia sin la que su mandato carecería de sentido político renovador- no tiene otra alternativa que enfrentar el tema catalán con un altísimo nivel de riesgo.

Sin Presupuestos, sin mayorías parlamentarias para ejecutar reformas de fondo, con el corsé del déficit y la vigilancia bruselense, Sánchez se juega el todo por el todo en Cataluña. A despecho del ruido de togas y de los rayos y truenos que provocará su (¿temeraria?) opción apaciguadora. Veremos a ver cómo va su entrevista con el alzaprimado Torra el próximo día 9 de julio en la Moncloa.