La mayoría de los magistrados de la Sala Segunda del Tribunal Supremo no se rinde. Y Pablo Llarena, mucho menos. Consideran que la decisión del Tribunal Territorial de Schleswig-Holstein de vetar la entrega de Carles Puigdemont por un presunto delito de rebelión es una decisión inadmisible derivada de un mal entendimiento del propósito colaborativo de la orden de detención y entrega europea que ha de ser interpretada conforme a los criterios de flexibilidad que ha establecido el Tribunal de la Unión Europea (UE) en Luxemburgo.

El máximo órgano jurisdiccional español va a dar la batalla jurídica. Hasta donde sea posible, pasando por plantear una cuestión prejudicial ante la justicia de la Unión antes de aceptar la entrega del expresidente de la Generalitat solo por malversación -si los jueces alemanes entienden que procede- hasta llegar a rechazarla rotundamente. Está en juego -y así lo explicitan los togados- la soberanía de uno de los poderes del Estado español -el judicial- que no puede ser coartado por ninguna otra instancia para enjuiciar lo que se estima es -en términos kelsenianos- un golpe de Estado perpetrado por el independentismo los días 6 y 7 de septiembre y el 1 de octubre del 2017.

En el Tribunal Supremo se valora, como en otras muchas instancias, que el Gobierno de Mariano Rajoy ha fracasado no solo en el aspecto operativo y policial con el desastre del 1 de octubre, sino también en el terreno político con la judicialización de la crisis catalana sin acompañamiento del remedio de acciones políticas. Y no solo: muchos magistrados están convencidos de que el Ejecutivo ha perdido -quizá porque no la ha dado- la batalla de la opinión pública y publicada en el ámbito internacional. También en el interno. Cada día son más los que amplían el espectro del fracaso gubernamental al nivel doméstico.

Un terreno impracticable

En otras palabras: crece la sensación de que el inmovilismo, la inacción y el mal cálculo de Rajoy ha llevado la situación catalana a un terreno impracticable. Las responsabilidades políticas -obviamente no las penales- de lo que ocurre en Catalunya están repartidas entre la temeridad seguramente delictiva de los dirigentes independentistas y la incuria política del Gobierno. Que está prácticamente desarbolado por la concurrencia de crisis varias. Y fundamentalmente de dos: la que provoca los casos de corrupción -el último, el de Cristina Cifuentes, corrupción cívica y ética- y la de confianza porque la ciudadanía no reconoce la bondad de su gestión económica. A lo que hay que añadir que los Presupuestos Generales del Estado siguen en el alero por la crisis catalana que es el nudo gordiano de la política española, aunque el PNV no se unirá a la oposición en la enmienda a la totalidad de las cuentas públicas.

El único poder estatal que responde a pleno rendimiento (el legislativo está paralizado), es el judicial, al que el Gobierno ha redirigido la gestión última del problema independentista. Los jueces están cumpliendo con su obligación aunque son conscientes -lo mismo ocurre en el Tribunal Constitucional (TC)- de que asumen una cuota de responsabilidad que no les corresponde porque una buena parte del problema en Catalunya es de naturaleza política. O lo era si el Gobierno hubiese implementado antes dos medidas: el diálogo y, subsidiariamente, la aplicación del 155 mucho antes del 27 de octubre, cuando ya se habían consumado hechos que, imparablemente, conllevaban responsabilidades de carácter penal.

Irresponsabilidad escandalosa

Rajoy es un especialista en despejar balones. Y tanto lo ha hecho que ha terminado por perder, incluso, los atributos que son propios del Gobierno. Ni él ni su Gabinete tienen margen alguno de maniobra en los problemas que conciernen al país, sean de la naturaleza que fueren. El fracaso gubernamental lo es en todos los frentes y la única referencia de poder real, efectivo y eficiente, es la Sala Segunda del Tribunal Supremo, además de los jueces y otros tribunales. Y en el contraste de legalidad constitucional, el TC. El presidente ha vaciado de facultades el Gobierno en una estrategia de irresponsabilidad verdaderamente escandalosa. De ahí que se haya perdido la batalla de la opinión pública exterior e interior y de que, incluso en Alemania, surjan voces que aconsejen la "mediación" de la UE entre el independentismo catalán y el Estado.

El independentismo ha hecho mucho daño al país no tanto por sus habilidades como por la incomparecencia del Gobierno para evitarlo y, en su caso, repararlo. No hay confianza ya en que el poder ejecutivo pueda remediar el desastre político, pero sí en que el Constitucional sea un valladar de defensa de la Carta Magna y los tribunales, significativamente la Sala Segunda del Supremo, manejen jurídicamente la crisis y hagan un enjuiciamiento efectivo de responsabilidades que tenga dos propósitos: el sancionador y el disuasivo. Y que las sentencias que se dicten sienten un precedente infranqueable a nuevas aventuras segregacionistas.

"Sede vacante"

No elevemos la anécdota a categoría, pero en un círculo intelectual restringido de Madrid, discreto pero muy influyente, una persona de enorme relevancia social y política sentenció que "en España tenemos, sí, un presidente, pero no es el del Gobierno, y se llama Pablo Llarena". Los asistentes -pocos y escogidos- esbozaron una sonrisa pero ninguno contradijo la afirmación. Fue el pasado jueves, cuando se conoció que el magistrado del Supremo había denegado por segunda vez la excarcelación de Jordi Sànchez para ser investido presidente de la Generalitat. Que sigue "sede vacante". Si se interpone, como ha acordado la Mesa del Parlament, a instancia de los separatistas, una querella criminal por prevaricación contra el instructor del caso del 'procés', Llarena aumentará su dimensión referencial para muchos millones de españoles.