Italia jugará con Il Bello Antognoni o con la albóndiga Giaccherini, con Pablito Rossi o con el titán Pellè, pero es, posiblemente, la única selección del planeta que disputa dos partidos en el mismo: una para ganar sobre el césped y otra, tan importante o más, para vencer en el barro. La selección de Antonio Conte carece de glamur y sus mecanismos son muy previsibles pero es depositaria de esa identidad de fortaleza medieval que jamás abandona a la azurra. Además, contra España se encontró a un enemigo que perdió los pétalos sin necesidad de que se los arrancaran. Su belleza se marchita con el tiempo, con destellos de lo que es y de lo que fue, a lomos de una estrella con suficiente luz para alumbrar a ráfagas los partidos y la admiración. La Roja dispone de futbolistas para un futuro prometedor, no para un presente con foto fija del pasado, donde fue la más hermosa del reino. El espejo miente, ya no es la misma y no puede pasearse por la alfombra roja con viejos planes.

Vicente del Bosque ha pasado de ser aquel fiel jardinero que cuidó con mimo la herencia de maravillas botánicas de Luis Aragonés a un señor sentado en el porche viendo cómo los pájaros le comen la cosecha y la colada. El seleccionador debió de retirarse a su marquesado tras el bochorno del Mundial Brasil. Se dejó llevar sin embargo por el magnetismo de un banquillo tan goloso, por una generación que había que renovar por sus dos perfiles, el de armonizar la veteranía con la juventud pujante y el de sumar otros registros tácticos al ingenio de la eterna posesión. En este sentido, Del Bosque ha descarrilado. El fracaso contra Italia, mucho mayor de lo que parece, comenzó en insistir en una propuesta que puede funcionar contra Turquía, pero jamás frente a un equipo de la constitución del transalpino. Ya lo había avisado Croacia.

España no está para un solo mediocentro, en este caso Busquets. Cesc, Silva e Iniesta conservan un toque de ricas variedades, pero su regreso se ha hecho cada vez más moroso. En contra de lo previsto, Barzagli, Bonucci y Chiellini, el tridente defensivo, desempeñaron un papel fundamental, pero Conte sabía que el partido estaba entre la recuperación de la pelota, que De Rossi la manejara con destreza como hizo y en la ocupación de ese hueco abismal por se crea delante de Ramos y Piqué. Incrustó al tremendo Pellé para pesadilla de los centrales, ambos fuera de sitio entre las dudas de luchar con la mole o recular, y a los avispados Giaccherini y Éder, bolas de fuego lanzadas por el ariete del Southampton. Marcó Chiellini en un rechace, muy a la italiana, pero De Gea ya había evitado otros goles.

Italia metió a la Roja en el horno y se la zampó en una señora primera parte y en otra segunda mitad de resistencia siguiendo el libreto de Tassotti, chamuscando pantorrillas, caderas, mandíbulas y dejándole la gloria que corresponde a Buffon. España fue una pizza sin sal, con Del Bosque preguntándose mientras tanto qué habría para cenar, balanceándose en la mecedora de otra época que le dignificó con dos títulos. Para cenar esperaba su despedida.