Seis novillos de Torres Gallego para Patrick Oliver (silencio tras aviso y silencio), Imanol Sánchez (ovación tras petición y vuelta tras petición) y López Simón (ovación y ovación tras aviso). Un tercio de entrada.

A las seis de la tarde de ayer, las calles de Pedrola estaban vacías. La plaza de La Misericordia era una colonia pedrolera que se volcó con su paisano, digo, porque, por muy larga que sea su familia, no creo que diera para tanto. Eso son pulmones y batir de palmas, con razón o sin ella. Qué más da. Con la misma fuerza, estruendo y vigor jaleaban los pares de banderillas de su paisano como abroncaban al presidente Manuel Pasamontes cuando se negó, cargado de motivos, a conceder trofeo tanto en el segundo como en el quinto. En el primero de ellos tras media estocadilla no más y en el quinto tras un bajonazo descarado.

Sánchez calcó sus dos actuaciones. Quizá porque sea lo único que sepa hacer sin nadie que le diga que el toreo es un sentimiento que fluye desde el alma filtrado antes por el entendimiento. Y saber presentarlo como un producto de lujo envuelto en buen envase.

Pero no, sus formas, ayunas de cualquier refinamiento, están más cerca de un ejercicio atlético y defensivo que de la práctica de una actividad en la que lo esencial es conocer al toro y conducirlo por donde no quiere ir (Domingo Ortega dixit).

Perfilero y descolocado hasta el punto de presentar la parte posterior de la cintura con la muleta oblícua y picuda en vez de dar el frente y poner tela plana, es desorden que hace pensar que todavía está en el a, e, i, o, u de este negocio que lo deborará si no aprende pronto el catón. Porque se le nota valor rebosante y actitud entregada pero no solo se puede vivir de dos tercios de banderillas, el segundo, por cierto, con los tres pares ejecutados por el mismo pitón, el derecho.

Para sobrevivir es necesario edificar de nuevo desde la base. Eso, o compar tres autobuses y llevarte puesto, allá a donde vayas, el censo de tu pueblo.

Patrick Oliver quedó inédito, primero ante el moribundo que abrió plaza (debió de haber sido sustituído) y luego ante un cuarto tras cuya labor no dejó huella.

El mejor parado fue Alberto López Simón, sobreabundante en poses estiraduchas de mayordomo de marqués venido a menos, obsesionado con las posturitas, pero que no vió a su primero, en el que amontonó medios muletazos sobre las rayas de picar, terreno en el que el novillo se volvió protestón y hasta lo puso en apuros.

En el último por contra, acompañó embestidas sin obligar nunca al animal y se dejó llevar en un muleteo sin grandes profundidades pero que resultó vistoso y que hubiera tenido premio si acierta con el acero. O sea, que por ello, a cero.