No existe África, sí las Áfricas. Las podríamos definir por los puntos cardinales, las costas frente al interior, por sus colonizadores, sus materias primas o las enfermedades olvidadas. De todas las clasificaciones hay una esencial: el estigma que separa los que padecieron esclavitud de los que no. Aquella lacra afectó a 15 millones de personas durante 400 años. Fue una doble catástrofe, humanitaria y económica. Dejó huellas psicológicas que se transmiten de padres a hijos, como la falta de confianza en sus posibilidades. La segunda catástrofe es el sida; afecta a más de 25 millones de subsaharianos.

Julius Nyerere, padre de la independencia de Tanzania y uno de los tres líderes africanos más valorados (junto a Kwame Nkrumah y Nelson Mandela), dijo: «No somos pobres por ser torpes, sino porque hemos sido sistemáticamente explotados durante siglos». El periodista polaco Ryszard Kapuciski, autor de Ébano, Un día más con vida y El emperador, sus libros africanos, decía que el continente pasó de un África-optimismo, tras las independencias en los 60, a un enorme pesimismo. A comienzos del siglo XXI empezó el África-realismo.

La descolonización dejó etnias repartidas en varios países o tribus rivales en el mismo Estado. Francia se llevó de Guinea Conakry hasta los enchufes de los teléfonos en despecho por el referéndum que aprobó la independencia. Los colonizadores solo saquearon, no formaron una nueva élite ni dejaron atrás miles de universitarios capaces de dirigir sus países. La República Democrática de Congo tiene hoy los mismos kilómetros de carreteras asfaltadas que cuando se independizó de Bélgica, cuyo rey Leopoldo fue uno de los grandes genocidas de la historia de la humanidad.

Presa fácil

Esas Áfricas con Estados frágiles fueron presa fácil para las empresas de las mismas potencias colonizadoras. Una multinacional podía organizar una guerrilla para derribar un gobierno y poner a otro que le concediera las explotaciones de sus riquezas. Una compañía de diamantes contrató a mercenarios sudafricanos para proteger sus diamantes, hoy llamados de sangre, en Sierra Leona. También hay un coltan de sangre que recubre las baterías de nuestros móviles. Países como Ghana, han hecho un recorrido extraordinario para salir de la pobreza más profunda. Otros como Costa de Marfil, Senegal, Tanzania y Etiopía crecerán este año por encima del 6 y 7%, impulsados por la inversión pública. Son datos del Banco Mundial, pero debajo de su lustre permanece una enorme pobreza.

Los países que funcionan son menos susceptibles de atraer a cualquiera de las franquicias de Al Qaeda y del Estado Islámico del Irak y el Levante (ISIS). El problema está en los llamados estados fallidos, o cuya estructura social se desmoronó en la guerra, como Malí. Nigeria es el más habitado y el segundo productor de petróleo del África negra tras Angola, pero ha sido incapaz de desarrollar un Estado eficaz. A las multinacionales les viene bien un Gobierno débil.

Discurso colonizador

El relato de las Áfricas es impuesto, viene de fuera: guerras, hambre, pobreza extrema, sida, catástrofes naturales, violaciones, niños soldados. Además de nuestra responsabilidad en sus males (junto a muchos de sus dirigentes) estos estereotipos invisibilizan a las Áfricas que construyen y crean.

La escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie dictó en julio de 2009 una conferencia titulada «El peligro de la historia única». Se la recomiendo.

Al escuchar la palabra «pobre» nuestro cerebro añade valoraciones, «incapaz», «sin cultura», todo aquello de lo que se quejaba Nyerere. Hemos comprado el discurso del colonizador. Chimamanda nos habla en su charla de un niño llamado Fidé y de su sorpresa al descubrir que su familia, pese a ser muy pobres, fabricaba cestos. Vivimos en un mundo injusto dominado por la historia única del Primer Mundo. Nosotros decidimos qué guerras son importantes, qué atentados merecen especiales en nuestras televisiones como si los casi 300 muertos de Mogadiscio no estuvieran a la altura de los de París, Londres o Barcelona.

En ese mundo egoprimermundista, África pierde. No sabemos nada de sus tres países más pobres, República Centroafricana, Burundi y Malaui, más allá de las adopciones de Madonna. Si nos preocupa tanto en terrorismo en África, vigilen la penetración del wahabismo saudí en muchos países, de cómo los imanes exportados por Riad han creado el magma ideológico del que nacen los Boko Haram. Pero antes deberíamos dejar de vender armas a los saudís, un negocio multimillonario. No pidan ética donde campan los comisionistas irresponsables.