En abril del 2006, Porter Goss, el entonces director de la CIA, acudió a la Casa Blanca para informar al presidente George W. Bush de las técnicas de interrogatorio que la agencia había utilizado hasta entonces para extraer información de más de una treintena de sospechosos de terrorismo. Goss le enseñó la fotografía de un detenido encadenado al techo en una celda y cubierto con un pañal para obligarle a orinar y defecarse encima. Bush miró la imagen y expresó «malestar», según el informe del Senado hecho público el martes, aunque nada indica que reprimiera al jefe del espionaje o le ordenara cambiar de inmediatamente de procedimiento.

Por sorprendente que pueda parecer, aquella fue la primera vez que se informó con detalle al presidente de los métodos de interrogatorio que la CIA estaba utilizando en su guerra contra Al Qaeda y los talibanes, nada menos que cuatro años después de que Bush autorizara el programa. La investigación sostiene que la agencia «aportó repetidamente información incompleta e incorrecta» a la Casa Blanca, que fabricó secuencias de causa-efecto para probar la eficacia de las torturas y que se esforzó para que algunos miembros de la Administración supieran el mínimo posible. Pero también deja claro que si no supieron más es porque no quisieron saber.

Después de que se detuviera a Abu Zubaydah en el 2002, el primero de los 119 sospechosos sometidos al programa de interrogatorios, Bush aprobó su traslado a una cárcel secreta, aparentemente en Polonia. Pero aquella fue la última que se le dijo qué países se estaban utilizando como mazmorra, «una política de la Casa Blanca para evitar revelaciones involuntarias de la ubicación» de las cárceles de la CIA, según aparece en el sumario desclasificado del informe del Comité de Inteligencia del Senado.

LA FIRMA

Pero de lo que no hay duda es que tanto Bush como el vicepresidente, Dick Chenney, el fiscal general, John Ashcroft, o la consejera de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, autorizaron con su firma las «técnicas de interrogatorio reforzado», el eufemismo genérico con el que se bautizaron los ahogamientos simulados, la privación del sueño, las zurras u otras aberraciones como mantener a un detenido en un ataúd durante 11 días. Algunos han defendido estos días su actuación, como si la CIA actuara por su cuenta.

«El programa fue autorizado», dijo Chenney a 'The New York Times'. «La agencia no quería proceder sin autorización y el Departamento de Justicia lo analizó legalmente antes de que comenzara». Bush lo cuenta en sus memorias. Cuando el director de la CIA, George Tenet, le pidió pocos días después de los atentados del 11-S permiso para utilizar la mano dura con los detenidos, le respondió lacónicamente. «Y que lo digas», escribe en Decision Points.

A la hora de ocultar información, tanto la CIA como la Casa Blanca temían que algunos miembros de la Administración se espantaran y acabaran filtrando a la prensa lo que se estaba haciendo en nombre de la seguridad de los estadounidenses. Así quedó de manifiesto en un correo del consejero legal de la agencia, donde explicaba que la Casa Blanca había pedido que no se informara a los miembros del gabinete porque si se enteraba Colin Powell, por entonces secretario de Defensa, «tiraría de la manta».

La tortura en las prisiones secretas de la CIA continuó hasta septiembre del 2006, cinco meses después de que se informara a Bush de sus detalles más escabrosos. Por entonces, el presidente reconoció públicamente la existencia de aquellas cárceles y ordenó su cierre, así como el traslado de los detenidos que quedaban a Guantánamo. Pero la controversia no había hecho más que comenzar. Un año después, Michael Hayden, tuvo que testificar en un comité del Senado para explicar los interrogatorios y su efectividad. Lo que hizo fue edulcorar los métodos utilizados, el número de detenidos o la eficacia del programa. El informe del Senado compara detalladamente lo que dijo entonces con lo que dicen los documentos de la agencia. Y la conclusión es que le mintió con descaro.