Sebastián Piñera se ganó en las urnas el derecho a una nueva presidencia de Chile. Escrutado el 91,72% de los votos, el candidato de la derecha obtuvo el 54,6% de los votos, contra el 45,4% de Alejandro Guillier (centroizquierda). El magnate, quien abandonó el poder en 2014 con una bajísima estima social, ha obtenido su revancha. Otra vez las encuestas fallaron: el pulso no fue tan igualado. «Pensé que sería más estrecho», se sorprendió Cecilia Morel, futura primera dama. De inmediato, los seguidores de Piñera salieron a las calles a festejar la victoria.

Desde el 16 de enero del 2000, cuando Ricardo Lagos venció en la segunda vuelta al pinochetista Joaquín Lavín, los chilenos no eran testigos de una disputa electoral de tanta incidencia futura. A su modo, y como viene siendo costumbre desde el plebiscito de 1988 que selló la suerte de Augusto Pinochet, la sociedad volvió a partirse en dos, con una diferencia esta vez en beneficio de Piñera. La línea que separa a unos y otros puso en el centro de los debates a la dictadura y su herencia, luego al modo en que el Estado debe regular al mercado y, también, el combate contra la desigualdad económica.

La pelea electoral entre Piñera y Guillier tuvo una particularidad: ninguno de los candidatos ha suscitado especial apasionamiento. No se trató en este caso de figuras carismáticas: apenas de un «mal menor». Con esa convicción se optó por una salida por la derecha del segundo Gobierno de Michelle Bachelet, una figura que provocó hartazgo en los sectores conservadores. Andrónico Luksic, una de las grandes fortunas de Chile, aseguró que en estos comicios se ponían en juego muchas cosas, entre ellas el modo en que el empresariado se relacionaría con el poder político.

Para Pavel Gómez, columnista del portal El Mostrador, la educación privada, las administradoras de fondos de pensiones, la industria farmacéutica, la minería, las generadoras de energía eléctrica, las industrias forestal y de la construcción, son «políticamente sensibles» a lo que viene. Sienten que gobernará «uno de ellos».

EL FANTASMA DE MADURO

Una novedad en esta segunda vuelta tuvo que ver con la fantasmal presencia de Nicolás Maduro en los debates. La crisis de Venezuela ya había sido utilizada en Perú y Argentina, e incluso en España, para que una parte del electorado entre en pánico y se imagine un país donde lo único que abunda son las colas y la escasez. Chile no quiso ser esta vez la excepción. La derecha vaticinó los peligros de convertirse en «Chilezuela». Bajó la bolsa y subió el precio del dólar. Para la columnista María Elena Andoni, el «maquiavélico recurso del miedo», basado en «eslóganes y no en la lógica», tuvo finalmente su efecto.

Bachelet concluyó su primer mandato, en el 2010, con un 80% de popularidad. Siete años más tarde, su aprobación, en el mejor de los casos, se reduce a la mitad. Las opiniones a favor y en rechazo de su gestión son variopintas. Para el sociólogo Manuel Antonio Garretón, el segundo Gobierno de Bachelet ha sido el más importante desde el regreso de la democracia, más allá de sus problemas y limitaciones. El presidente que la hereda tiene en ese sentido dos posibilidades: neutralizar sus cambios en educación, reforma impositiva, legislación laboral, aborto y matrimonio igualitario, entre otros aspectos, o profundizarlos. Piñera ya anticipó que ocurrirá lo primero. Y eso puede derivar en nuevas fricciones. Para el escritor y analista Fernando Villegas, Chile no está libre de una «peligrosa crispación».

LA GRAN APATÍA

El nuevo presidente, quien ha prometido prosperidad y seguridad urbana, asume en marzo venidero con algunas certezas: el país tendrá en el 2018 un crecimiento del 2,8%. Sabe también que carece de una mayoría parlamentaria: deberá negociar. Es a la vez consciente de que un nuevo actor ha entrado al ruedo. El Frente Amplio, situado a la izquierda de Guillier, no solo intentará hacer valer su fuerza en el Congreso sino también en la calle.

Piñera tiene otra constatación: tampoco es el «presidente de todos y todas», como le gustaba decir a Bachelet, y no por cuestión de afinidades políticas: millones de chilenos se quedaron otra vez en sus casas y no fueron a expresar sus preferencias en las urnas. Votó menos del 46% del padrón alcanzado en la primera vuelta, cifra que explicaría en parte la derrota de Guillier. Bachelet reconoció como un gran error del sistema institucional chileno la existencia del voto voluntario. «Yo me equivoqué. Pensé que teníamos un espíritu cívico más grande del que aparentemente hemos demostrado tener».