El principal reto de la cumbre Trump-Kim Jong-un será persuadir a un régimen paranoico de que entregue el arsenal nuclear que ha permitido su supervivencia. Se antoja una tarea diplomática homérica que exigirá de Estados Unidos muchas garantías y eludir actos equívocos. Exigirá, en definitiva, que haga olvidar a Pionyang lo sucedido con Irán.

Mike Pompeo, jefe de la diplomacia estadounidense, volaba a Pionyang para negociar el tratado de desnuclearización con Corea del Norte mientras su presidente, Donald Trump, rompía el vigente con Irán. No es el tipo de señal que tranquilizará a Kim Jong-un.

Los expertos recibieron la medida como una tragedia. «Solo un tonto podría confiar en que Estados Unidos cumplirá su palabra», respondía Robert Kelly, respetado norcoreólogo de la Universidad de Pusan. La conclusión es unánime: Trump ha demostrado que es un socio gaseoso que deshonra sus acuerdos.

Su andadura en la Casa Blanca es una sucesión de compromisos rotos, desde los pactos climáticos de París al tratado económico del Pacífico. Quizá su electorado más fiel aplauda la demolición de lo que edificó con tanto sudor su predecesor, Barack Obama, pero esos juicios cambiantes de las democracias se entienden mal en Corea del Norte. La dinastía Kim acumula siete décadas en el poder y es más que probable que el actual líder siga reinando mucho después de que Trump haya dejado la Casa Blanca.

Pionyang ya ha sufrido la volatilidad estadounidense. En 1994 firmó un acuerdo ambicioso con Bill Clinton que funcionó razonablemente bien hasta que su sucesor, George Bush, incluyó a Corea del Norte en el eje del mal junto al Irak que se disponía a invadir. Algunos expertos señalan el perfil de esta Administración como la garantía del futuro tratado: es difícil imaginar que sea relevada por otra más beligerante y plagada de halcones.

«Kim Jong-un no planea confiar en las garantías de seguridad de Estados Unidos que pueden ser anuladas en cualquier momento como hemos visto en el caso de Irán, ni entregar su arsenal nuclear», señala Tong Zhao, experto en seguridad del Centro Carnegie-Tsinghua. «En el mejor de los casos será un proceso largo y a la medida norcoreana», dice.

Será necesario esperar a la cumbre del 12 de junio en Singapur para saber qué entiende Corea del Norte por desnuclearización: quizá un compromiso para congelar el programa, quizá la promesa de no atacar primero… Es improbable que su interpretación coincida con la estadounidense.

Pompeo desdeñó los efectos de la ruptura con Irán. «No creo que Kim Jong-un esté mirando el acuerdo de Irán y diga: Dios mío, si ellos lo rompen, no hablaré más con los americanos», dijo a la prensa. Desde la órbita presidencial se vende esa ruptura, paradójicamente, como una garantía para los norcoreanos: si Trump lo firma será suficientemente bueno y firme, no como ese tratado iraní al que le achacan miles de lagunas.

Ese argumento sitúa el listón muy alto, recorta el margen negociador de Trump y le obliga a lograr un acuerdo de máximos quimérico ya que las opciones de que Pionyang sacrifique su arsenal nuclear son escasas.