Jamás olvidaré la primera vez que llegué a Bagdad. Era el 12 de abril. Sadam Husein había sido derrocado tres días antes y al pisar la ciudad me sentí atrapado al otro lado de la pantalla en dos películas: Mad Max y Apocalypse Now . La ciudad sin ley ardía por los cuatro costados; multitudes saqueaban todo lo que estaba a su alcance; los tanques circulaban por las calles y los helicópteros Black Hawk, en vuelo rasante entre las palmeras, bombardeaban la universidad. No era difícil imaginarse a Robert Duvall fumando un puro.

Caos, matar, morir y dolor son seguramente las palabras que más veces han aparecido en mis crónicas de posguerra desde Irak. Otras palabras --sonrisa, amabilidad, hospitalidad...-- son más difíciles de encontrar. Mi tetería favorita en Bagdad --cuatro bancos y un carrito de ruedas en la calle de Karrada Interior--, donde jamás he logrado pagar ni un té, no ha ocupado ningún titular. Ni una palabra sobre el periodista de Diwaniya que me entrevistó con abrumadora cortesía a cambio de ayudarme a entender dónde ha enviado Aznar a los soldados españoles. Ninguna foto de las familias que te piden por la calle que las fotografíes y se peinan y se alisan la ropa para posar con su mejor cara.

Sonrisas robadas, pasajeras, vanos intentos de ahuyentar el temporal. Retazos del otro Irak, el que no es noticia. Los iraquís no son un dechado de virtudes sin defectos, pero sí son una gente que ha sufrido una sangrienta dictadura y una guerra y que ahora padece una ocupación y los daños colaterales de la resistencia. Todo el mundo habla y los mata en su nombre. Pocos te niegan que ahora son libres, pero pocos te dicen que viven mejor que hace un año.

La esquizofrenia

Esta es la gran esquizofrenia de Irak. Nadie que haya visto a las mujeres llorando a los pies de las fosas comunes mientras acunaban jirones de ropa y tibias y calaveras puede sentir ninguna simpatía por Sadam Hussein. Nadie que haya visto en el quirófano el brazo de la pequeña Mauj colgando de un tendón a causa del fuego amigo puede aprobar el infierno que ordenó George Bush.

En mayo, en la entonces abandonada cárcel de Abu Gharib, pude intuir lo que se sentía en una celda de un corredor de la muerte de Sadam, con la soga colgando al final del pasillo, al final del camino. Tras la captura del tirano, en los alrededores de su zulo, en Bagdad o en Nayaf muchos me decían que el dictador debería pisar el patíbulo de Abu Gharib. Tal vez Sadam será ejecutado, pero difícilmente ése será el final del camino del sufrimiento de los iraquís. El futuro es un lujo en el Bagdad de las mil y una lágrimas.

Pasa a la página siguiente