El horror era ayer como un narcótico en Newtown, la localidad del centro de Connecticut donde Adam Lanza, un joven de 20 años, asesinó por la mañana a tiros en una escuela de primaria a 20 niños de entre cinco y 10 años y seis adultos antes de quitarse la vida. En la ciudad de cerca de 26.000 habitantes, horas después de la brutal masacre, se respiraba anoche sobre todo dolor. Pero, como avisaba monseñor Robert Weiss tras oficiar una abarrotada misa en la iglesia de Santa Rosa de Lima, a escasos dos kilómetros de la escuela Sandy Hook donde lo impensable se había hecho posible alrededor de las 9.30 de la mañana, "la rabia va a llegar".

Lo ocurrido era, en las primeras horas tras la masacre, demasiado incomprensible. "Esta es la perfecta pequeña comunidad, la ciudad más segura", decía a las puertas de la iglesia católica de Church Hill Road Cindy, una mujer de 37 años que se mudó a Newtown desde New Haven hace tres años y precisamente veía su nuevo hogar como "un soplo de aire fresco" comparado a los problemas de seguridad en la ciudad. "Aquí todo el mundo conoce a todo el mundo. Lo que ha pasado es una situación aislada, pero asusta que alguien solo pueda provocar algo como esto", decía pausadamente, reconociendo estar todavía conmocionada, sintiendo escalofríos al recordar que su hija de 10 meses está llamada a ir a la trágicamente marcada escuela, la más prestigiosa de la zona.

Su esposo, Michael Tortora, usaba términos similares. "Devastador", "sin conciencia"... Y aprovechaba para poner sobre la mesa uno de los temas a los que esta última masacre obliga a reflexionar: "No hay debate sobre control de armas y debe haberlo. Necesitamos un político firme, que no siga el dinero sino el sentimiento público", decía. "Esto es el fondo. Más bajo que esto no se puede llegar". Niños. En una guardería.

También monseñor Weiss, que había oficiado una misa con 26 velas colocadas en el altar en homenaje a las víctimas, abordaba la reflexión sobre las armas, apuntando la extrema politización de un debate en cualquier caso necesario. "No vivimos en un país en guerra", recordaba criticando el fácil y común acceso a las armas.

A las puertas de la iglesia católica, uno de los cuatro centros religiosos que ayer ofrecieron vigilias y servicios para los 26.000 habitantes de Newtown y para gente llegada de localidades vecinas para mostrar su solidaridad, también protestaba contra las armas y la cultura de la violencia "alimentada por los medios y los videojuegos" Kathy Twohy, una señora de 75 años que ha empezado a recoger firmas para intentar organizar un grupo. "Nuestros políticos tienen miedo de la Asociación Nacional del Rifle. Los mercaderes de armas han logrado extender el miedo, haciendo creer que uno necesita de una pistola para protegerse. Pues bien, nadie está más protegido, y resulta que el hijo de tu vecino es la víctima".

Lo saben los padres de Newtown, los adolescentes, los niños, los mayores... Nadie habla de otra cosa en la ciudad. Recuerdan dónde estaban, cómo se han enterado, cómo el cierre de todas las escuelas ha mantenido varias horas en angustia a los que tenían hijos en los colegios... Lloran por los conocidos que han perdido niños, o seres queridos. Se abrazan buscando en otros cuerpos lo que la razón no les puede facilitar. Poco a poco salen del letargo de la incredulidad. Y la rabia, como decía Weiss, se palpa. Está por llegar.