Las muertes de 11 periodistas locales en Afganistán son un recordatorio: la información sea en texto, fotografía o imagen tiene un precio. Más de 2.500 periodistas han perdido la vida desde 1990, y 33 en lo que va de año. La mayoría no tienen un billete de salida, deben convivir con los actores del conflicto del que informan.

La matanza de Kabul tiene el sello del Estado Islámico (EI). Expulsado de Siria e Irak, busca acomodo en países desestructurados por décadas de guerra. Afganistán es un buen escenario. En algunas zonas compite con los talibanes; en otras, parece colaborar. Nuestros dirigentes están en el trazo grueso, el que genera titulares que ganan elecciones. Nunca se fijan en la letra pequeña. Es un error reiterado porque en ella está la solución.

La crisis económica, los recortes y la deriva de la guerra en Siria han reducido la presencia de periodistas occidentales en los conflictos. Hoy todo parece caro, incluso dar a conocer los contextos que permiten tomar decisiones políticas. Sin estos estamos ciegos, al albur de los poderes sean políticos o económicos.

Los secuestros de periodistas en Siria han dejado a millones de personas sin una voz para poder contar su historia. Entre los periodistas asesinados por el EI estaba el estadounidense James Foley cuyo país amenazó a sus padres con acciones legales para impedir el pago de un rescate.

Los periodistas occidentales fueron sustituidos por reporteros locales u organizaciones de derechos humanos. Han sido los encargados de contar al mundo lo que pasaba en las zonas bajo control de los distintos grupos armados. Por eso son objetivo de los asesinos.

La reducción de enviados especiales a Afganistán no se ha debido tanto al peligro, que lo hay aunque menor que en Siria, sino a la crisis económica y al cansancio informativo. El tiempo de tolerancia no suele superar la semana. Sucede en los terremotos, y sucede con los refugiados y los muertos en el Mediterráneo. A veces surge una foto-símbolo, como la del niño Aylan Kurdi en septiembre del 2015, que nos arranca del sopor de pensar solo en nosotros mismos. Somos como nuestros dirigentes, amigos del trazo grueso, sin detalles que nos contaminen.

Dignidad y valor

La lista de periodistas muertos está repleta de ejemplos de dignidad y valor, sobre todo en los países latinoamericanos con sociedades diezmadas por conflictos de larga duración y por el tráfico de droga. Me refiero a Colombia, Honduras, El Salvador, Guatemala, Brasil y México. Son los periodistas locales los que se juegan la vida informando de lo que ocurre en localidades carcomidas por la delincuencia, la pobreza y la corrupción. Son muchos los Javier Valdés que merecen el homenaje cotidiano.

Y están los muertos donde no hay guerra declarada. Rusia fue peligrosa para Anna Politkóvskaya, asesinada en el 2006, y más recientemente lo ha sido para Maxime Borodin tras publicar un texto sobre mercenarios rusos en Siria. Y están los detenidos, más de 300 en Rusia. También tenemos periodistas muertos en la UE, como la maltesa Daphne Caruana Galizia y el eslovaco Jan Kuciak. Investigar, levantar los adoquines para buscar la mierda del poder es un trabajo de alto riesgo.

Un tercio de los casos que pasan por la Audiencia Nacional tienen que ver con el derecho de expresión, sean titiriteros, tuiteros o raperos. Según Amnistía Internacional, en España hay un uso abusivo del delito de enaltecimiento del terrorismo y del delito de odio. En Turquía se encarcelan periodistas y se cierran medios de comunicación.

Voluntad y talento

Pese a la crisis, los recortes, los muertos y una ciudadanía que ha dejado de confiar en nosotros, surgen decenas de nuevos medios digitales que empiezan a tumbar a políticos que parecían intocables. No son necesarios grandes presupuestos, solo es imprescindible la voluntad de hacer periodismo, y el talento. Es el caso del The Storm Lake Times: 15 empleados y 3.000 ejemplares de circulación. Ganó el año pasado el Pulitzer por 10 editoriales de denuncia dedicados a la multinacional Monsanto, que trabaja con genéricos y no hace honor a su nombre. Uno de ellos se titulaba: «Santa mierda».

The Washington Post es un periódico tradicional que ha superado una profunda crisis. Debajo de su cabecera tiene una frase que es una declaración: La democracia muere en la oscuridad. Esa luz procede de miles de periodistas honestos que hacen su trabajo, de fotógrafos como Sha Marai y otros tantos. Y de lectores que no renuncian a querer saber en qué mundo viven.