Con toda la pompa y boato que parecía requerir la ocasión, Vladímir Putin tomó ayer posesión por cuarta vez como presidente de Rusia, en una suntuosa ceremonia en el Kremlin y a la que asistieron más de 5.000 personalidades del país, incluyendo a ministros, diplomáticos y altos funcionarios.

Flanqueado por las máximas autoridades parlamentarias, Putin colocó su mano derecha sobre un ejemplar de la Constitución rusa ribeteada de oro y juró. «Juro respetar y defender los derechos y las libertades de las personas y los ciudadanos; cumplir y defender la Constitución de la Federación de Rusia; defender la soberanía y la independencia, la seguridad y la integridad territorial del Estado, y servir al pueblo con lealtad», proclamó con solemnidad en la sala Aleksandrovskii en el Gran Palacio del Kremlin.

Acto seguido, el mandatario hizo una corta intervención, dirigida fundamentalmente a sus conciudadanos, en la que advirtió que en los próximos años, el país deberá afrontar importantes retos en el ámbito interno, al tiempo que se comprometió a mantener lo que él mismo denominó como «influencia» de su país en el exterior.

Tras definir a los tiempos actuales como una «tormentosa era de cambio», Putin predijo que en el futuro inmediato Rusia dirimirá con desafíos que requerirán la participación de «toda la sociedad rusa». «Tenemos ante nosotros un trabajo duro», auguró, en velada referencia a los planes que ya están sobre su escritorio para reformar la economía rusa y conjurar el riesgo de estancamiento económico que han identificado la mayoría de los expertos, planes que a buen seguro incluirán medidas impopulares como subida de impuestos o aumento de la edad de jubilación.

En el ámbito exterior, prometió velar para defender los intereses del país, al tiempo que constató con satisfacción que la «seguridad y el potencial militar» han sido garantizados. «Hemos aprendido a defender nuestros intereses, hemos recuperado el orgullo por la patria, por nuestros valores tradicionales», continuó. «Rusia será poderosa, y la gente vivirá mejor», concluyó.

El acto comenzó en el despacho presidencial, siete minutos antes del mediodía. Seguido en todo momento por una cámara, el presidente ruso realizó el corto trayecto desde el Primer Edificio del Kremlin, donde se encuentra su oficina, hasta el Gran Palacio, aún en el interior de las murallas, en una limusina, aunque en esta ocasión no fue un vehículo de importación, sino de fabricación rusa del denominado proyecto Kortezh y valorada en varios millones de euros.

Por la tarde, el presidente acudió a la catedral de la Asunción, también dentro del recinto del Kremlin, tradicional lugar de coronación de los zares, donde asistió a un servicio religioso oficiado por el patriarca Kirill, quien le regaló un icono.

Con este acto, arrancó el que debería ser su cuarto y último mandato como presidente de Rusia, ya que la Constitución impide a una misma persona acumular más de dos presidencias seguidas. La primera medida que tomó el presidente ruso fue presentar ante la Duma la candidatura del primer ministro saliente, Dmitri Medvédev, una figura muy contestada en muchos ámbitos y criticada desde la oposición, para encabezar de nuevo el Gobierno.

Habida cuenta de que las fuerzas pro-Putin controlan la Cámara, la investidura de Medvédev será aprobada sin ningún contratiempo. Al nominar al primer ministro saliente, cuya principal virtud, según las voces críticas, es su demostrada lealtad hacia el jefe del Estado, Putin hace oídos sordos a las demandas de un cambio al frente del Ejecutivo. En medios periodísticos oficialistas, sin embargo, se adelantaba que habrá numerosas caras nuevas en el Gobierno.

«Ante el equipo ministerial se plantean nuevos desafíos, y a ellos deben responder nuevas figuras políticas, un nuevo equipo», declaró a la agencia Ria-Nóvosti el vicepresidente del Consejo de la Federación, Yliás Umajánov. Uno de ellos podría ser el elministro de Finanzas, Alekséi Kudrin, representante del ala más liberal del establishment ruso.