Melania Trump nunca quiso ser primera dama. Ni siquiera creyó que fuera una posibilidad real. Pero fue ella quien empujó a su marido a competir por la presidencia, según ha contado Roger Stone, el avieso estratega republicano y confidente del magnate neoyorkino.

Cansada de escucharle fabular con la Casa Blanca, de las constantes llamadas a sus amigos para sondear su opinión, acabó dándole una suerte de ultimátum. «Preséntate o no te presentes. Tus amigos están cansados. Cada cuatro años vuelves a hablar de ello», le dijo según el relato de Stone a Vanity Fair. Melania sencillamente no pensaba que pudiera ganar.

Y la noche de las elecciones lloró desconsolada, de ser cierto lo que cuenta el libro Fuego y Furia. Tras aquella inesperada conjunción astrológica, que permitió a Donald Trump ganar las elecciones, la exmodelo eslovena se convirtió en una de las primeras damas más atípicas de la historia de EEUU. La segunda consorte en haber nacido en el extranjero. La única criada en un país comunista. La única que no tuvo el inglés como lengua materna o que posó desnuda en las revistas.

Y como si hubiera querido reforzar esa singularidad, tardó seis meses en mudarse a la Casa Blanca. No lo hizo hasta el pasado mes de junio, después de que su hijo Barron (11 años) terminara el curso en Nueva York.

Desde entonces, se ha convertido en uno de los grandes misterios de Washington. No ha dado entrevistas y ha mantenido a la prensa a raya. Su entorno habla lo justo y ella se ha limitado a ejercer un papel ceremonial, de reina peripuesta e impecablemente vestida, inexpresiva, reservada y siempre un paso por detrás de su marido.

Sus actos públicos se pueden contar con los dedos de las manos. En los viajes oficiales la prensa le afeó la indumentaria elegida. En Sicilia se presentó con una chaqueta floral de Dolce & Gabanna de 50.000 dólares, justo el día en que su marido celebraba el Día del Trabajo promoviendo la industria estadounidense y su «América, primero». Los diseñadores europeos de alta costura son de largo sus preferidos.

Tras un período de adaptación, casi todas las primeras damas acaban haciendo suya alguna causa. Pero en Melania, de 47 años, sigue siendo un proyecto en construcción.

Ha tardado mucho en confeccionar su equipo de asesores del Ala Este de la Casa Blanca, donde tiene su oficina. Hasta hace solo unos días contaba solo con nueve asesores, menos de la mitad de los que tuvieron Obama y Bush.

De su vida privada se sabe lo justo. Duerme en una habitación distinta a la de su marido, la primera vez que sucede desde el matrimonio Kennedy. Come sano y en Navidad le gusta ir a la misa del Gallo. Apenas se inmiscuye en los asuntos de gobierno. Por el Ala Oeste se deja ver tan poco que hay quien dice que la verdadera primera dama es Ivanka Trump.

Los estadounidenses, en cualquier caso, la aprecian más que a su marido, como suele suceder en todas las presidencias. Ese cariño podría ser producto de la devoción que demuestra a su hijo Barron. Del sobrio decoro con el que afronta el cargo o, simplemente, por pura solidaridad ante las indignidades que le ha tocado vivir. Desde las múltiples acusaciones de acoso sexual contra su esposo, a aquella conversación en la que Trump presumía de abusar de su poder para «agarrar del coño» a sus presas o los reiterados gestos de desconsideración de los que ha sido objeto, como ese último en que el presidente sube primero al avión cubriéndose con un paraguas mientras su mujer y su hijo aguantan detrás el chaparrón. De momento, todo lo que ha hecho la eslovena es exhibir ocasionalmente su descontento con muecas.