Todo empezó con una pintada, una decena de niños de 14 años y un oftalmólogo que debía irse. «Ha llegado tu turno, Dr. Asad», escribieron los chicos en la pared de su escuela, en la ciudad siria de Deraa. Ben Alí, el presidente de Túnez, y Hosni Mubarak, el de Egipto, ya habían caído. El siguiente, pensaron esos niños el 16 de febrero del 2011, debía ser Bashar el Asad.

Su detención y posterior tortura empezó una pequeña ola de protestas. Un mes después, el 15 de marzo, la ola dejó de ser pequeña. Ahora, siete años después, la ola se ha convertido en guerra; y la guerra ha dejado medio millón de muertos -de los cuales 150.000 no están identificados-, seis millones de desplazados internos, cinco millones de refugiados que han huido al extranjero y un país, Siria, que tardará décadas en recuperarse.

A Asad no le llegó su turno y parece que ya no le llegará. Pero hubo un momento en que sí que lo parecía. Era el 2012, las protestas contra el presidente se masificaron y Damasco perdía, una a una, el control de sus ciudades. Cientos de soldados sirios desertaban y, junto con el armamento que robaban, se apuntaban al opositor Ejército Libre Sirio (ELS). La revolución, jaleada por Occidente y los países enemigos de Asad -sobre todo Turquía y las monarquías del Golfo-, parecía dispuesta a ganar.

Todo cambió en junio del 2014. Un hasta entonces desconocido Abu Bakr al Baghdadi subió al escenario y declaró el Estado Islámico (EI) de Irak y Siria en la ciudad iraquí de Mosul. El EI, entonces, empezó a ganar territorio desde el este y Asad, cada vez más acorralado en Damasco por la oposición, vio una oportunidad: dijo que rebelde, opositor y yihadista eran sinónimos en el diccionario y que la suya -una batalla contra la oposición a través de la muerte de cientos de miles de civiles- no era más que una «guerra contra el terrorismo».

Rusia, en el 2015, salió al rescate del régimen. Juntos, y con el apoyo de Irán, cargaron primero contra territorio opositor y, luego, yihadista. El Ejército Libre Sirio, ahora, justo siete años después de que todo empezara, controla pequeñas bolsas de terreno; y el EI se esconde en el desierto. Asad, tras bombardear, matar de hambre y usar armas químicas contra la población, tiene su guerra ganada: su supervivencia está casi asegurada.

Pero la guerra siria, como todas las guerras, no es solo frentes y grupos armados y batallas y conquistas y retiradas y baterías antiaéreas y muertos en combate. Los civiles, durante los siete años de conflicto, han sido siempre objetivo: 110.000 han muerto, de los cuales 20.000 son niños, según el Observatorio Sirio de los Derechos Humanos (OSDH). Pero esos son solo los identificados; podrían ser, según la organización, algo más del doble.

Un país destrozado / Siria es un país destrozado. Sus ciudades han quedado alisadas y soterradas por los bombardeos constantes y sus sitios arqueológicos, la mayoría de los cuales son anteriores a nuestra era, están aún más en ruinas que antes. Hacerlo fue obra y trabajo de los militantes del EI: apestaba a blasfemia, para ellos, todo lo que fuese anterior a Mahoma.

La cuestión, ahora, es quién reconstruirá el país. «Hace unos meses que ha empezado una carrera para que se decida quién será el encargado. Rusia y Estados Unidos pugnan en ella», explica a este diario Nicholas Heras, investigador del Centro para una Nueva Seguridad Americana: «Trump no quiere echar a Asad, sino presionarlo para que sean los estadounidenses los que reconstruyan Siria». Hará falta mucho más: siete años -y los que quedan- de guerra no se solucionan solo con ladrillos y cemento.