Daniel Ortega podrá darse baños de masas como los caudillos con apuros. Podrá ganar batallas, retomar por la fuerza Masaya y su emblemático barrio de Monimbó -símbolo de la lucha del Frente Sandinista de Liberación Nacional en 1978 contra la dictadura de Anastasio Somoza-, pero ha perdido la guerra. Ha quedado desnudo ante el mundo. Ha cruzado la frontera que separa a un Gobierno que se equivoca de otro despreciable que mata. Encarna hoy al dictador al que combatió. Es su émulo envuelto en una cháchara revolucionaria. En casi 100 días de protestas, han muerto más de 350 personas.

Las imágenes de la represión en Nicaragua no se diferencian de las de la represión en Honduras, tras el robo de las elecciones. Los jóvenes que exigían democracia en Tegucigalpa no son diferentes de los jóvenes que la demandan en Nicaragua. Los derechos humanos no entienden de ideologías, son de cumplimiento universal. Es la linde ética para saber dónde estamos y a qué bando defendemos. La mayoría prefiere esperar, saber si son de los nuestros o de los otros. Sucede en la política; también en el periodismo. ¿Cambian los hechos saber quién los protagoniza?

No resulta creíble la denuncia del Gobierno de Nicolás Maduro, en Venezuela, por merecida que sea, si las mismas personas justifican el historial de Álvaro Uribe, en Colombia. Después están los invisibles como Guatemala, hoy y en las guerras centroamericanas de los años 80. Era tan parte del tablero de la guerra fría como El Salvador y Nicaragua. A sus 200.000 muertos y 45.000 desaparecidos les cayó el manto del silencio. Igual que España, con sus víctimas de primera y sus víctimas de segunda.

De las causas de la violencia estructural en México hemos oído poco estos años, solo que a un prototipo de derecha, global y mexicana, le salían ronchones de imaginarse al izquierdista Andrés Manuel López Obrador en la presidencia. Pues ahí lo tienen, el más votado de la historia del país. En los 12 años sumados de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, los muertos en la llamada guerra al narcotráfico superan los 234.000. En el caso de Argentina es más fácil; no se sabe qué es peor, si Mauricio Macri o Cristina Fernández de Kirchner.

Uno de los pocos iconos éticos incontestables que quedan en la política internacional es Pepe Mujica, expresidente de Uruguay. Fue guerrillero, padeció cárcel y tortura a manos de la dictadura militar. Salió de aquel infierno como Nelson Mandela emergió del suyo, con la dignidad intacta y las ideas en su sitio. Por eso tiene importancia su opinión de lo que está pasando en Nicaragua, su petición expresa a Ortega de que se vaya. «Algo que fue un sueño se desvía y cae en autocracia. Quienes ayer fueron revolucionarios perdieron el sentido de la vida. Hay momentos en los que hay que decir ‘me voy’».

Hay más sandinismo en los estudiantes nicaragüenses, en las madres vandálicas -así las llama el orteguismo-, en las viejas glorias de la revolución sandinista como Ernesto Cardenal, Sergio Ramírez y otros como el cantante Carlos Mejía Godoy, que en Ortega, un tipo que solo busca perpetuarse en el poder a cualquier precio. Nunca superó la derrota electoral del 2001 ante Enrique Bolaños. Desde que regresó a la presidencia en el 2007, gobierna desde el rencor. Nicaragua sigue siendo sandinista, los que dejaron de serlo son sus dirigentes.

En el mundo chato que divide los dictadores en amigos y enemigos, la derecha ve una oportunidad para derribar «al amigo de Maduro». En el saco puede entrar todo, incluso Cuba. Cuando se vaya, serán los nicaragüenses los que decidan su camino. Para las izquierdas es incómodo criticar a un revolucionario, sienten que están haciendo el juego a los empresarios y a las multinacionales, que han estado siempre con Ortega. Si han saltado ahora es porque el barco se hunde. Queda la CIA, como siempre.

Las revoluciones están bien, aclaran el panorama y cambian los actores. El problema es que si duran demasiado acaban convirtiéndose en lo que desplazaron. Incluso hay desgaste en el poder democrático en aquellos políticos que se aferran a la cargo porque se sienten llamados a una misión. En democracia no hay imprescindibles, solo gente difícil de sustituir.

Es el caso de Nicaragua, las mismas canciones revolucionarias de los 80 sirven hoy para impulsar una segunda revolución. Ortega y su mujer, la vicepresidenta Rosario Murillo, tienen el aparato represivo, sean policías, militares o paramilitares. En frente, gran parte de un pueblo que les perdió el miedo. Su final está escrito, solo falta saber cuántos muertos más va a costar la ceguera de quien ha perdido todo, hasta los principios.