Cuando miles de personas en la Aljafería despidieron el féretro que contenía los restos de José Antonio Labordeta, pasadas las diez de la noche del 21 de septiembre, tras dos días de duelo colectivo como no se había visto en cien años, también se cerraron las puertas de una etapa de la historia colectiva de Aragón. Desde entonces, 363 días después, las cosas han cambiado a un ritmo vertiginoso. Como si con la despedida del hombre que aglutinó en torno a su figura un sentimiento abrumador de unanimidad hubiera llegado un profundo vacío y desazón en lo político y en lo económico. En lo social.

En un año ha cambiado el color del Gobierno de Aragón, la economía se ha ido descomponiendo hasta llegar a límites preocupantes y el malestar ciudadano ha derivado en una indignación colectiva que se ha traducido en una pérdida casi absoluta de confianza en los representantes de los ciudadanos y en las instituciones democráticas. Un problema, sin duda, y seguro que una equivocación compartida. Hace un año las arcas públicas estaban maltrechas, pero casi nadie había aprendido a convivir, y aún menos a entender, con lo que supone una décima de déficit.

Solo una cosa no ha cambiado en este tiempo: la indiferencia institucional de los que en el fondo mandan siempre, para reconocer la figura de Labordeta (recibió en la última etapa de su vida muchas distinciones, la mayoría de fuera de Aragón y el Gobierno de Aragón, lento de reflejos y casi obligado por la abrumadora muestra de duelo colectivo, solo le supo distinguir una vez fallecido). Tampoco ha cambiado, en cambio, el cariño popular. El que prefería el cantautor. Los homenajes y los encuentros para recordarle se han sucedido en prácticamente todos los pueblos de Aragón. De forma espontánea.

A Labordeta se le sigue cantando. Se le lee menos porque se sigue leyendo tan poco como hace un año. Si siguiera vivo, asistiría preocupado a este dance de recortes públicos, se tiraría de los pelos al ver la deriva de la socialdemocracia y reñiría a los suyos por no ser capaces de recuperar un sentimiento aragonesista que se está perdiendo. Tendría tiempo para exhibir su socarronería, y sobrellevar así que presidiera Aragón la que en otros tiempos fue presidenta del Congreso cuando él, beduino de sangre monegrina y del Campo de Belchite, mandaba a la mierda a los que mandaban entonces sin respeto.

Dos partidos rechazaron que se debatiera lo que habían pedido 25.000 personas: incluir el Canto a l a libertad como himno de Aragón. Es el himno que se sabe todo el mundo y que aún se canta con frecuencia. Ayer mismo, sin ir más lejos, en Zaragoza. Desde su marcha, las cosas están más feas. La incertidumbre da paso a la pesadumbre. Sería interesante oír el análisis, libre de ataduras, que haría Labordeta de la realidad que nos rodea. Por eso, como decía un poema que le dedicó a su hermano, el poeta Miguel, tras su prematura muerte: hoy nos haces una falta sin fondo.