Hablaba Luis Rubiales y él escuchaba con atención. A esa hora, justo cuando el presidente de la federación española anunciaba el despido fulminante de Julen Lopetegui, Fernando Hierro no era aún el seleccionador español. Fueron dos horas en las que la Roja no tenía entrenador. Tal cual. Hablaba Rubiales y Fernando Hierro lo miraba con atención desde la primera fila del suntuoso estadio del Krasnodar. En ese momento no le había dicho que sí a Rubiales.

A esa hora ya podía ser el sucesor de Lopetegui, el hombre que negoció su fichaje por el Madrid a espaldas de España. Pero, fiel como es en su actitud vital, pidió algo de tiempo para responder afirmativamente a Rubiales. Tampoco tenía todo el tiempo del mundo. Más bien, un par de horas. Y aceptó «el desafío», como él mismo dijo después. No podía dejar tirada a su selección, esa en la que jugó 13 años, además de ser el ideólogo, junto al tacto y la sabiduría de «Vicente», así llama él a Del Bosque, en Sudáfrica.

Desde aquel día, no hace ni una semana, Hierro creó «la familia» de la selección. Y le tocó a él, un técnico sin apenas experiencia alguna (un año en el Oviedo en Segunda y otro como ayudante de Ancelotti en el Bernabéu), ponerse al frente del tsunami. Sin miedo alguno. Su móvil estaba a punto de estallar, recogiendo cerca de 500 mensajes de «la gente del fútbol», como le encanta recordar.

Lo primero que hizo Hierro fue «mirar a los ojos de todos». Para empezar, al presidente Rubiales, con quien ni tan siquiera ha negociado un contrato. Bastante tuvo con ponerse el chándal y dirigir el primer entrenamiento.

Se puso el chándal, pero antes llamó, eso sí, a su gente de confianza: Julián Calero (segundo entrenador) y Juan Carlos Martinez (preparador físico). Mantuvo a parte del cuadro técnico de Lopetegui (el exzaragocista Albert Celades es el nexo táctico con la vieja estructura, además de José Manuel Ochotorena, el histórico preparador de porteros, y el ojeador Antolín Gonzalo).

Llamó, eso sí, y de forma urgente, también a Carlos Marchena, el exinternacional español para que ejerciera de contacto con los jugadores. Completado a toda prisa el grupo de trabajo, Hierro se metió entonces en la mente de los jugadores. Unos futbolistas desconcertados por la magnitud de la tormenta.

Hierro no hizo revolución alguna. Mantuvo los pilares de Lopetegui, pero aprovechó su influencia y jerarquía para ir convenciendo a los jugadores, obsesionado como estaba en apaciguar el clima volcánico que salpicaba a la selección en la lujosa academia de Krasnodar. «Lo que se trata es no estropear, lo que se trata es de poner cordura y normalidad», proclamó Hierro a todo aquel que le quería escuchar. Poco a poco, iba fomentando ese espíritu de «familia» que aireó cuando De Gea, «uno de los nuestros», caía deprimido por tan grosero error en Sochi. «A los nuestros no los dejamos tirados», gritó Hierro.

Gestionó al grupo desde la autoridad y la intuición que le proporciona, como recuerda siempre, haber «estado 30 años rodeados del balón». Habla Hierro el lenguaje del futbolista, interpreta sus códigos, huele los silencios del vestuario. Y además es ahora un técnico sosegado y reflexivo, como se vio en su debut.