Si no me falla la memoria, 2015 es año de elecciones: municipales, generales y, en algunos lugares, también autonómicas. Se nota, porque hemos entrado ya en un bloqueo político: nadie se atreve a tomar medidas de cierto calado, por temor a sus repercusiones en las urnas. Y se multiplican los enfrentamientos entre partidos, tratando todos de maximizar su provecho electoral, aunque sea a través de medios discutibles (en la política aún parece ser válido lo de que el fin justifica los medios).

No pienso discutir aquí propuestas electorales, que todavía no se han concretado. Pero me voy a permitir explicar unos cuantos principios que, me parece, deberían estar presentes en todas y cada una de esas propuestas. Sí, ya sé que esto parece utópico, porque vivimos en una sociedad plural, en la que las posturas de los ciudadanos son muy distintas, a menudo incompatibles, de modo que muchos no estarán de acuerdo con mis criterios. Pero me parece que tenemos que estar dispuestos a presentarlos, a defenderlos en un debate abierto y, si otros nos convencen, a cambiarlos.

Como primer principio me parece que debería estar la persona como centro de la vida social y política. La frase es muy bonita, pero puede parecer vacía. Permítame el lector que ponga un ejemplo: la protección al desempleo debería estar orientada hacia la persona, no hacia la financiación; debería tratar de poner a cada persona desocupada al mando de su vida, dándole los medios necesarios para hacer frente a los avatares laborales, a corto plazo (seguro de desempleo), a medio (recalificación profesional, por ejemplo) y a largo (educación, pensión...).

Subsidiaridad. Lo que pueda hacer el de abajo, que no lo haga el de arriba. Es un principio popularizado en la Unión Europea, aunque a menudo se entiende mal: se entiende como lo que el de arriba debe hacer por el de abajo, pero es al revés. Esto implica dar márgenes de libertad: al empleado, para que desarrolle sus capacidades ante su jefe (lo que supone chocar con el autoritarismo); a la empresa, para que lleve a cabo sus iniciativas en el mercado (esto se opone al intervencionismo); a la escuela o la universidad, para que desarrollen su propia identidad, misión y políticas (aquí chocaremos con la ideología y con los intereses creados).

Eficiencia. Los recursos son escasos, incluso en nuestras sociedades ricas, y han de ser utilizados de la mejor manera posible. Esto no quiere decir que son los economistas los que deben establecer las políticas, públicas o privadas, porque la eficiencia no puede ser el único objetivo. Por ejemplo, se han alzado muchas voces contra la reciente reforma fiscal del Gobierno, y estoy de acuerdo con sus argumentos, porque esa reforma no favorece suficientemente el crecimiento económico. Pero el crecimiento económico es solo un objetivo de la reforma; hay otros, como la sostenibilidad de la deuda, que exige hacer esfuerzos para reducir el déficit, esfuerzos que pueden actuar contra el crecimiento, al menos en el corto plazo.

Lo cual me lleva a dos principios adicionales. Uno es el de la sostenibilidad. Las políticas públicas, lo mismo que las actuaciones privadas, deben ser sostenibles, al menos en el largo plazo. Hay que evitar situaciones como el excesivo endeudamiento de las familias, empresas, gobiernos y entidades financieras, de los años 2000. Hace unas décadas se popularizó la tesis de que todas las propuestas de gasto público deberían ir acompañadas de su correspondiente plan de financiación; si se hubiese aplicado ese criterio, la situación de nuestra deuda pública sería muy distinta.

Claro que alguien se beneficia de ese gasto no adecuadamente financiado. Pero ahí viene bien el otro principio que quería mencionar: la transparencia. Las políticas públicas deberían ir acompañadas de la información completa, actualizada y verificada. A estas alturas es inadmisible que un ayuntamiento pueda demorar meses la presentación de sus cuentas, cuando se exige a las empresas privadas que envíen puntualmente su información al registro mercantil y, por supuesto, a la Hacienda pública. Habría que hacer un esfuerzo también en la cooperación entre el sector público y el privado. La ideología que propone que todo debe ser siempre y solo público es muy poco democrática, lo mismo que la que rechaza toda actuación del sector público. Hace mucho que se conoce la distinción entre promoción, financiación y provisión de los servicios, que no tienen por qué correr solo a cargo del presupuesto público. Cuando las empresas colaboran intensamente entre ellas y con los centros de investigación, su distancia con el sector público no tiene mucho sentido. Y si hay riesgo de interferencias inapropiadas, corríjanse.

Profesor de IESE