Hace ahora un cuarto de siglo, Aragón vivió el que sin duda fue el mayor escándalo político desde la puesta en marcha de la autonomía. Un diputado tránsfuga del PP, Emilio Gomáriz, único integrante del Grupo Mixto, utilizó su voto, que determinaba la mayoría absoluta, para hacer posible la moción de censura contra el presidente Emilio Eiroa (PAR) y colocar en su lugar al socialista José Marco. Un vendaval de suposiciones, sospechas y evidencias rodeó la operación, cuyos entresijos siguen sin aclararse.

Es posible que casi ninguno de los protagonistas de aquel golpe de mano llegara a lograr sus últimos objetivos. De entrada, el desencanto se apoderó de la ciudadanía aragonesa, que años atrás había recibido con entusiasmo la autonomía. Es probable que nada haya vuelto a ser exactamente igual desde entonces. El PAR inició una curva descendente en peso electoral y poder institucional. El PP pasó en la siguiente cita con las urnas a ser la opción hegemónica en el ámbito conservador. El PSOE quedó tocado. El laberinto de intereses por el que discurrió el Gomarcazo reflejó por un momento la complejidad de un territorio donde la política se estancaba en los clichés y la falta de ideas.

Gomáriz quedó para siempre como el malo de la película; el Gomarcazo, como una infamia. 25 años después todo ha cambiado, pero aquello sigue produciendo idéntica vergüenza ajena.