Celebramos de nuevo un 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer Trabajadora, pero quizá lo más indicado sería decir que conmemoramos -en recuerdo de las primeras luchas feministas, a favor de la igualdad de derechos y en contra de la explotación- una fecha que se presenta con los aires reivindicativos de siempre, renovados y más combativos que nunca. Por supuesto que hay avances que celebrar -como la progresiva concienciación de una sociedad que se postula como igualitaria-, pero aún persisten las causas profundas que generan desigualdad. Para empezar, las mujeres siguen cobrando menos que los hombres, en términos generales y a partir del cómputo establecido por el mismo trabajo realizado. La brecha salarial se sitúa en torno al 25%, un porcentaje del todo injusto, y más si tenemos en cuenta la precariedad de la ocupación femenina: de cada tres contratos temporales, dos son para mujeres; y de cada cuatro a tiempo parcial, tres. Sin contar, por supuesto, con el trabajo no remunerado, unas tareas del hogar y una educación de los hijos que siguen recayendo, en pleno siglo XXI, de manera mayoritaria en las mujeres.

El machismo, soterrado o explícito, se expresa con cifras (las de mujeres en puestos de dirección, por ejemplo: en solo el 33% de las grandes empresas europeas hallamos una presidencia femenina) pero se desarrolla de manera más o menos sutil, más o menos cruenta, en casi todos los estamentos. La violencia de género (con 21 víctimas en lo que va de año) es la punta del iceberg, pero la discriminación, sin atender a clases o ingresos, es mayoritaria: desde pequeños gestos a grandes campañas, desde la simple prepotencia tribal a la condescendiente utilización del cuerpo de la mujer como objeto.

Una sociedad madura se mide, entre otras cosas, por la lucha contra esta discriminación. Se impone un nuevo paradigma, sin tapujos y sin tópicos, en el que se da la batalla simplemente por lo que es justo, con la convicción que un mundo mejor solo puede ser posible con una política que no se limite a equiparar con aires paternalistas sino que asuma la realidad de un mundo en el que la mujer es protagonista. Como decía Julia Kristeva, «el humanismo es un feminismo». Hoy, más que nunca, es una corriente radical de la contemporaneidad.