El PP está desmelenado. Hace tiempo que ha perdido los complejos que una vez sufrió y que le llevaban a hablar catalán en la intimidad o a mostrar en algunas cuestiones posiciones razonables que le hacían parecer un partido moderado. Incluso con Aznar, el PP no se atrevió a asomar por debajo de la puerta esa patita negra que nos lo presenta como lo que es: el heredero directo, y al parecer muy orgulloso, de la dictadura franquista. Esa moda retro del PP, que le lleva a impedir que se cambien nombres de calles dedicadas a personas que atentaron contra la democracia o a denigrar a las víctimas del terrorismo protagonizado por sus antepasados ideológicos, quizá sea, con todo, lo menos preocupante. Solo les retrata como defensores de un régimen criminal que forma parte de nuestro pasado más negro.

Sin embargo, lo realmente preocupante son los modos que el PP de Rajoy ha venido adquiriendo con el paso de los años, como consecuencia directa de la falta de temple del PSOE y de, finalmente, la profunda crisis en que se halla. El PP se ha quitado la careta y ha salido a la luz pública el alma profunda de este partido, encarnada en el rostro de Rafael Hernando. Sin pudor, el PP, enraízado en su ideario más reaccionario, se ha lanzado a una política de erosión de la democracia cuyos resultados pueden resultar nefastos.

Los ministerios de Interior y de Justicia se han convertido en el instrumento fundamental de una política represiva dirigida directamente al amedrentamiento social. No solo se ha perseguido a activistas, intentando borrar de la calle toda protesta social por la vía del miedo, sino que incluso se ha presionado sin escrúpulos a miembros del ámbito judicial, en un intento de domesticar, todavía más, la justicia. A tenor de las actuaciones sobre delincuentes como Rato y Blesa, que, por cierto, después de robar a troche y moche, se comportaron educadísimamente en el banquillo, como resalta la sentencia, poco trabajo le queda en ese campo al PP. Lo que es una lástima, pues qué mejor que unas salas de tribunal llenas de gente pulcra, educada, bien trajeada. A mí, verles en el banquillo me parece un espectáculo, efectivamente, tremendamente gratificante que habría que promover para deleite, entre otras cosas, de los tribunales que los encausan.

Qué decir del acoso a la prensa, como el registro del diario Público ordenado por Fernández Díaz, la conversión de TVE en una televisión del régimen, los insultos de Rafael Hernando a la Sexta y Cuatro, a las que acusó de practicar un periodismo de «acoso y escrache», de comportarse como «hienas» y de «llenarse los bolsillos». En paralelo, vía publicidad institucional o subvenciones directas, se sostiene a la prensa adicta y a sus organizaciones afines, como la Asociación de la Prensa de Madrid, último ariete del régimen contra quienes intenten disentir.

Ante el silencio y la desmovilización social, el PP está generando un estado policial. Si ya sabíamos que la justicia no es igual para todos, la desfachatez de los últimos acontecimientos nos sume en el estupor más profundo. El PP, a quien sorprendentemente sigue apoyando un alto porcentaje de la ciudadanía, se ha dado cuenta de que puede manejar los aparatos del estado a su antojo, y lo hace sin sonrojo. Nadie verá pestañear al ministro Catalá. Con su cara de póker, seguirá en su empeño de desmontar la independencia judicial. Y ojo que a algún titiritero se le ocurra hacer alguna gracia o a algún rapero una rima. Aquí no estamos para bromitas. Si acaso quisieran atentar contra la libertad de expresión, los chavistas tendrían en el PP un buen ejemplo.

Mientras tanto, algunos ingenuos siguen hablando de la democracia, de la libertad de prensa, del equilibrio de poderes como si realmente existieran. Como si esa democracia que se soñó en la Transición no se nos estuviera yendo por el desagüe a marchas forzadas. O hacemos frente al PP con todos los instrumentos que el renqueante estado de derecho nos proporciona, o el proyecto lepenista que late tras sus dirigentes acabará imponiéndose. El PP, rebozado en el fango de la corrupción, la inmoralidad y el cinismo, se ha convertido en un verdadero peligro para la democracia.

*Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza