Estoy en una terraza debatiendo con el nuevo inquilino de mi casa en un idioma consonántico parecido al que hablaría el enano de Twin Peaks en Narnia. La conversación («¿Brabrubík?», «¡Grijapow!») parece ir por buenos derroteros: suena como la alineación de Croacia. Entonces, un momento: ¿es eso un globo con forma de piña? La atención de mi interlocutor de dos meses y medio de edad no se ha ido desinflando paulatinamente sino que, pum, se ha pinchado. Luego es probable que adopte su displicente gesto Kraftwerk (barbilla levantada y mirada al infinito como la del grupo en la portada de The Man Machine) para acabar llorando. Yo ya sé que no son cólicos (un mito como el éter) ni que su pañal presente ahora el aspecto del césped del Celtic de Glasgow en día de lluvia. Lo que le sucede es que se aburre.

La errática forma de aburrirse de un bebé, sometido a estímulos no jerarquizados (vale lo mismo mi esforzada interpretación de O Leaocinho de Caetano Veloso que un letrero luminoso de Vodafone), tiene mucho que ver con el tedio en el 2017 de los mil clics y pantallas. Entonces le digo a mi pequeño que hay vidas que son como esas películas de Hollywood con mil explosiones pero en las que al final no pasa nada. Y exclamo: «¡Aburrámonos juntos!». Además, le susurro, puede ser que se te esté haciendo largo este agosto en la ciudad, pero acabo de leer que han encontrado un alto porcentaje de materia fecal en los mojitos que sirven en las playas: ¡choca esos cinco! Entonces me sonríe (ha visto una ambulancia).

*Novelista