El pasado jueves fallecía en Zaragoza Manuel Gil Prieto. Probablemente a muchos ese nombre no dirá nada y me hallaré en la enojosa tarea de intentar proporcionar algún dato que explique la razón de este artículo. Manolo Gil tiene los suficientes méritos individuales, como luchador antifranquista desde la posguerra, como preso político, como activista sindical fundador de Comisiones Obreras en Aragón, como dirigente comunista, para merecer el homenaje de estas líneas. Pero es posible ir más allá y, desde su generosa y amable persona, trazar un retrato de toda una generación de héroes que nos está dejando de manera silenciosa y humilde, como ellos y ellas fueron.

LA LUCHA antifranquista se nutrió en nuestro país de mujeres y hombres excepcionales que no dudaron en sacrificarlo todo en un combate desigual contra una maquinaria represiva que no se privó de ninguna violencia para impedir cualquier atisbo de respuesta política. Su destino fue cárcel, represión, tortura, muerte para algunos de ellos. Pero sus profundas convicciones democráticas les hicieron no desfallecer y levantarse, a cada golpe, con renovada decisión. Mujeres y hombres de otra pasta, que no solamente lucharon lo indecible, sufrieron lo inenarrable, sino que, además, nunca alardearon de ello. Rodeado durante muchos años por estas admirables personas, nunca dejaba de asombrarme al conocer la biografía de ese señor, de esa señora, tan normalito en su apariencia, tan modesta en sus gestos e intervenciones y que, sin embargo llevaba a las espaldas una vida casi inimaginable para alguien que, como yo, casi no había vivido la dictadura. Héroes humildes, heroínas discretas.

Sí, héroes. Héroes porque, frente a la gran historia que nos cuentan, que nos malcuentan, ellos fueron los verdaderos protagonistas de la lucha política contra el franquismo, ellas y ellos fueron quienes crearon en el interior las condiciones para un proceso de democratización, ellos y ellas quienes consiguieron arrancar a la dictadura algunos espacios de libertad. Su lucha denodada y generosa, pagada con muchos años de cárcel, está en la base de nuestras libertades. Se empeñarán en colocarnos grandes nombres para explicar el fin de la dictadura, se esforzarán en hacernos creer que fueron otros quienes nos trajeron la democracia. Pero fueron miles y miles de Manolos Gil los que crearon las condiciones para que, a la muerte del dictador, solo fuera pensable el escenario democrático.

MUCHAS VECES me pregunto qué pensarán estos héroes, en el ocaso de sus vidas, al observar el amargo fruto de sus luchas. Amargo, porque ellos soñaron con tocar el cielo y, aunque consiguieron vencer a la dictadura, sin embargo, la basura social que vivimos no era, en absoluto, su horizonte. Tantos años de lucha para desembocar en una sociedad corrupta, brutal, injusta, decepcionante. Quizá la respuesta la encontremos, precisamente, en un personaje de una novela de J. P. Sartre, un personaje real que acudió a España a luchar por la república, y la democracia, en la guerra civil. En un pasaje de la novela, Gómez, su nombre en la novela, habla en París con su amigo Mathieu, trasunto de Sartre, quien le pregunta que, si sabe que la guerra está perdida, por qué regresa a España. Y Gómez contesta que contra el fascismo solo cabe la opción de la lucha, aunque el horizonte inmediato sea la derrota.

Ese es el mensaje y el ejemplo que nos dejan. El imperativo ético de lucha por un mundo en el que escuchar las noticias no resulte un drama, no genere una mueca de repulsión. La decisión de sublevarse ante toda injusticia y de entender que otro mundo, mucho más humano y decente, es posible. O que, cuando menos, luchar por él merece la pena. Una lucha que estará guiada por la bondad y el desprendimiento que brillaban en los ojos de Manuel Gil Prieto. Intentaremos estar a tu altura, querido Manolo.

Profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza