Si no fuese porque le han dado el Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan, pensaría que la posmodernidad ha puesto la marcha atrás y vamos de regreso a los años de mi infancia, cuando España era un extraño país derrotado, amargado, empobrecido, acojonado y sometido a una indescriptible dieta cultural e ideológica. Tiempo de silencio. Casi sufrí un shock la víspera del Pilar, que andaba yo medio griposo y me quedé en casa. En La 2 ponían Agustina de Aragón, y fuese porque me había subido la fiebre o porque no atiné con la tecla del deshueve, la película me sacó de quicio. Qué derroche de patrioterismo barato, de baturrismo imbécil, de manipulación histórica... En una secuencia, por ejemplo, la protagonista del bodrio descubre que su prometido es un traidor afrancesado porque tiene en la mesa ¡un libro de Voltaire! Solté un reniego y apagué la tele. Aún estuve un rato con taquicardia.

Pero, bueno, tampoco hay que darle más importancia al caso. El cine español de los cincuenta y sesenta es así (lo que pone en valor las obras maestras de Buñuel, Berlanga y otros). Volver a verlo no deja de ser ilustrativo. Y también es memoria.

Por desgracia, luego he leído que Interior ha encargado la formación de los inspectores de Policía a una desconocida hasta ahora universidad privada católica... O cuando supe que en el desfile del 12-O la Legión estuvo representada por el Décimo Tercio Millán Astray... O cuando he asistido al ridículo follón que se ha montado por la ya famosa tontada del Ayuntamiento de Badalona... No puedo sino suponer que aquí algo anda mal, muy mal.

Ya sé que vivimos, a escala global, una extraña época en que los yihadistas asesinan en nombre de Dios mientras muchos musulmanes (y algún cristiano) insisten en ser creyentes antes que ciudadanos; o donde es candidato a la presidencia de Estados Unidos un machista, ignorante, ladrón y demente. Pero todavía confío en que el personal, de aquí o de allá, sabrá distinguir entre la verdad evidente y lo que argumentan los discípulos de Goebbels. H