No se puede negar que Pedro Sánchez se ha estrellado en las urnas una y otra vez. Ya tendría que haber dimitido el 20-D. Lo mismo, por cierto, que Mariano Rajoy, cuyos resultados en aquella jornada fueron simplemente catastróficos (y venía de retroceder en europeas, andaluzas, catalanas, autonómicas y municipales.) Y puestos a señalar con el dedo, ¿no debiera haber presentado su renuncia Carlos Pérez Anadón en mayo del 2015, cuando su candidatura a la alcaldía de Zaragoza fracasó tan estrepitosamente?

La coherencia cotiza muy a la baja. Incluso ha sido denostada últimamente por ilustres analistas que la consideran un impedimento para la política práctica. O sea, que lo mejor es no ser coherente. Lo cual justifica, por ejemplo, que quienes ayer clamaban contra la presunta corrupción del PSOE andaluz ahora consagren como mujer de Estado a Susana Díaz, la lideresa del Sur, que fuera princesa heredera de José Antonio Griñán y hoy, reina madre del país de los ERE trucados. Lo mismo pasa con los barones, que atacan a su propio secretario general porque sospechan que intentaba hacer... justo lo que hicieron ellos para pillar sillón en cada una de sus comunidades: arrimarse a Podemos.

La coherencia es un estorbo. Obligaría a los socialistas críticos a reconocer que acaban de firmar el acta de defunción de ese partido que tanto dicen amar. Implicaría que en el PSOE reconocieran (unos y otros) la pérdida definitiva de su hegemonía absoluta en la izquierda. Tiraría por tierra la práctica totalidad del argumentario del PP. Exigiría tomarse muy en serio lo de Cataluña, sin zanjar el problema con patrioteras soflamas españolistas tan absurdas como las que se gastan Convergencia (otro partido tocado y hundido), los oportunistas de Esquerra y los majaras de la CUP. Cerraría el paso a la maldita corrupción.

Pero hoy lo importante no es la ética, la estética, la simple verdad, la honradez o la democracia. Toca tragarse sapos verrugosos para bailar al ritmo del poder. Económico, por supuesto. ¿Hay otro?