Los agricultores se manifestaron en Fraga. Preocupados, encabronadísimos. Porque, claro, este año los frutales del Bajo Cinca traían una cosecha extraordinaria. Lo cual debería ser bueno... Pero es malo. Los precios se han derrumbado. La guerra comercial de la Unión Europea contra la Rusia de Putin, por causa de la crisis ucraniana, impide exportar a ese país. Aragón no dispone de una industria de transformación capaz de dar salidas alternativas a la sobreproducción. Y todo el mundo sabe que la comercialización está en manos de potentes intermediarios que se llevan la parte del león. Así que ahora, si hacemos caso a quienes sacaron los tractores a la calle, es preciso retirar 40.000 toneladas de fruta de hueso. Y pagarlos, al menos a su coste de producción (unos 30 céntimos el kilo). Pero el Gobierno central propone solo 7.000 toneladas. Tampoco parece probable que la Unión Europea se estire más.

A estas alturas, situaciones como la descrita deberían promover una reflexión institucional y social sobre cómo funcionan sectores productivos que nos empeñamos en denominar estratégicos. Bueno... ¿Puede ser estratégica una actividad que luego fracasa en los mercados? ¿Tiene sentido destruir cosechas porque carecen de salida? ¿Cómo podemos calibrar, a la luz de semejante situación, la ampliación de regadíos, que no sale barata precisamente? ¿Para qué los pantanos, las conducciones, los sistemas de riego por goteo y el indudable esfuerzo de los agricultores?, ¿para acabar metiendo más dinero en la compensación a quienes no pueden vender la fruta que han recogido?

El mismo día de la manifestación, el alcalde de Fraga afirmó que ha llegado la hora de planificar y regular de alguna forma el sector, las nuevas plantaciones y los nuevos regadíos. Lógico. Aquí no estamos ante un problema coyuntural sino estructural. Vale que ahora se luche para obtener de Madrid y de Bruselas algún arreglo para que la cosa no acabe en ruina generalizada. Pero habrá que buscar una solución, esa sí, estratégica: menos producción, mejor comercialización, transformación.

Una vez más (ya van...), estamos ante un caso simbólico. Sus características las podemos encontrar en otros muchos de los conflictos que padece Aragón cuando nuestros estereotipos más queridos chocan de frente con la implacable realidad. Ello se hace más patente en el ámbito de la economía, desde el sector primario, donde el valor añadido es mínimo (inexistente si ponemos en el balance el coste de infraestructuras, subvenciones y otras ayudas) hasta el industrial o los servicios, muy dependiente el primero del monocultivo Opel, y sujeto el segundo a constantes bandazos y operaciones especulativas.

Lo peor es que el peso de los acontecimientos (como el que ahora tiene en vilo a los fruticultores del Bajo Cinca) no promueve ningún debate político y social serio. Enmascaradas por los desahogos micropatrióticos (que, en verdad, nadie se cree), las circunstancias se suceden sin dejar ningún rastro positivo. Ni se razona ni se rectifica ni se reflexiona ni se aprenden las duras lecciones que vamos recibiendo. Ahora, la fruta de hueso. Mañana...