Creo tener bastante clara la diferencia entre los cuentos y los sueños: los primeros se escriben conscientemente, si bien es verdad que el peso del subconsciente en todo cuanto se piensa y dice no es pequeño, menos aún resulta serlo en los espacios de la fabulación y la fantasía. Los segundos, los sueños, obedecen a otras reglas o, por mejor decir, no obedecen a reglas o criterios, sino que más bien parecen ser el resultado de lo vivido, lo pensado, lo deseado, lo silenciado, lo recordado... una amalgama de lo que somos, lo que decimos ser y lo que quisiéramos ser. Sin embargo, no me resulta tan «fácil» la frontera que separa la realidad de los cuentos. Si bien es verdad que el principio de la autonomía de la voluntad, esto es, la libertad de acción es el eje central del que parten nuestras decisiones en forma de acciones y omisiones, no es menos cierto que en el origen de todo está la fabulación. Si estoy en lo cierto, antes de poner en marcha algo, pertenezca al ámbito que pertenezca (profesional, personal, familiar...), lo primero que hacemos es imaginar sus posibles resultados, llevamos a nuestra mente las presumibles consecuencias que ello puede acarrearnos, es decir, fabulamos. Y es a partir de ese ejercicio de hipótesis conjeturadas cuando decidimos el camino a seguir. Proyectamos en nuestra mente las opciones de futuro ajustadas a la virtual decisión y escogemos en razón de ello, siendo en realidad nuestra imaginación la principal fuente de información. O sea, si no me equivoco, incluso en la realidad la ficción, la fabulación, ocupa un lugar principal. ¡Quién no recuerda el cuento de la lechera, sus afanes y proyectos estropeados por la insensible realidad! Pues bien, si ya de por sí me resulta difícil separar ambos mundos -el de la realidad y la ficción- al menos en ese plano, mucho más espinosa me parece la cuestión cuando se trata del mundo de la política. No pretendo emplear el término «cuento» en la acepción despectiva de la que también dispone. No digo que la política sea un cuento pero sí que algunos políticos son auténticos cuentistas a juzgar por la destreza y habilidad con la que son capaces de «endosarnos» historias y cuentos. Y no a nosotros solos, simples ciudadanos con los ojos cansados a causa del exigente asombro que nos los mantiene abiertos, también a la justicia. Basta comparar versiones de algunos cuentistas: donde dije digo no es que diga Diego es que yo ni siquiera pasaba por ahí... La reincidencia, léase contumacia, ha dejado paso a la indignación que no cesa de aumentar, haciéndose cada vez no solo mayor sino también más profunda. Con todo, si eso ya de por sí me parece bastante preocupante dada la afición a ese tipo de cuentos, o dicho de otro modo, el desproporcionado número de cuentistas de ese clase que habitan en nuestro país, más me inquieta y alarma la posibilidad de que también puedan parecernos «cuentos» ciertas decisiones judiciales. No hay sociedad civilizada y decente que pueda permitirse jueces que se muevan en las antípodas de la neutralidad, sabido que todos ellos tienen su propia ideología, ¡no faltaba más! Nadie puede esperar ni pedir lo contrario. Lo que tal vez sí se pueda y deba pedir es que algunas decisiones judiciales no sean muestra de una especie de acrobacia jurídica de nulo mérito. Lo de nadar y guardar la ropa es difícil incluso para nosotros los juristas. Y de paso, también se puede esperar, y aun exigir, que el legislativo legisle y que lo haga bien. Al hilo de eso se me ocurre un argumento para un cuento: érase una vez un país donde los legisladores, inspirados por el ejemplo de algunos de sus compatriotas, cobraban por resultados: cuando el producto era bueno y llegaba a tiempo veían recompensado su esfuerzo, cuando no era así sus emolumentos, claro está, se veían mermados. Tranquilos solo es un cuento, pero bueno, visto así, desde aquí todo parece un ajuste de cuentos. H *Universidad de Zaragoza