Está en crisis la Universidad de Zaragoza? Es una pregunta que flota en el ambiente en las últimas semanas, desde que el rector, Manuel López, se lanzó al ruedo público para denunciar las estrecheces del campus, los problemas de los investigadores y la apatía en el trato que le dispensa el Gobierno de Aragón. Sea cual sea la respuesta final a la pregunta, es obvio afirmar que a todos nos interesa una universidad pública fuerte, innovadora y pujante, para lo que debe vencer algunas resistencias y no pocas reticencias que hoy la lastran. Algo más importante si cabe en un momento en el que urge una adaptación a los criterios europeos para que los estudios que aquí se oferten sean homologados en el conjunto de la UE.

Esté o no en crisis, la institución académica merece todo el apoyo para romper la dinámica actual, que no agrada ni a la comunidad universitaria ni a la administración autonómica. Una dinámica que viene definida por tres factores. El primero, la asfixia económica, generada por un gobierno cicatero o por un rectorado ineficiente, según opiniones. El segundo, probablemente consecuencia del primero, las dificultades para mantener o estimular un modelo de universidad descentralizada, que atienda también a Huesca y a Teruel, con las consiguientes exigencias económicas no solo para las instituciones públicas sino para las familias de los alumnos. El tercero, una imagen devaluada, tras el batacazo en la pugna con otros centros por el campus de excelencia y también por la escasa implicación social de una institución en exceso individualizada y endogámica.

Respecto del ahogo financiero de la Universidad de Zaragoza, rectorado y DGA han establecido una dicotomía maniquea y demasiado simple. No se puede confundir al ciudadano planteándole si la responsabilidad es exclusiva de la tacañería del gobierno o de la incapacidad de los gestores universitarios. Probablemente sea una mezcla de ambas cuestiones, inexplicable porque ya en 2005 se aprobó una Ley de Ordenación del Sistema Universitario de Aragón (LOSUA) que pretendía una coordinación global del desarrollo de las enseñanzas universitarias, con su consiguiente modelo de financiación, que favoreciese una planificación plurianual y, en definitiva, la sostenibilidad del modelo. ¿Dónde está el problema, si basta con aplicar la ley con sentido común?

El presidente aragonés, Marcelino Iglesias, manifestó el viernes en las Cortes a preguntas de la portavoz de CHA, Nieves Ibeas, que no está dispuesto a aceptar una universidad con una una financiación por debajo de la media. Y puso el acento en uno de los escollos en la negociación: "Si nos ponemos de acuerdo en el número de alumnos, nos pondremos de acuerdo en todo lo demás", en referencia a los estudiantes de los centros adscritos, de Huesca, Teruel y La Almunia. ¿Deben computar estos costes a efectos del reparto económico desde la administración? Es una pregunta clave para resolver el sudoku de la financiación universitaria.

Si a las lógicas necesidades de cualquier campus unimos la componenda política... Aragón no da para cuatro universidades: una, clásica, en el centro de Zaragoza; otra, politécnica, en el Actur; y dos campus adscritos en Huesca y Teruel. Es duro, pero es así. Y hasta queríamos otro en Calatayud... Hay que ser realistas; esto no es viable con la actual financiación. Y, aunque lo fuera, hay que especializar los campus de Huesca y de Teruel, como única forma de crear comunidad educativa en esas capitales y de dar sentido práctico a una apuesta territorial tan loable como compleja y cara.

También es difícil despejar los nubarrones en la percepción pública, pues algunos aspectos de la gestión están en entredicho. La universidad tiene 12.000 alumnos menos que hace 10 años, un 25%, aunque ofrezca más carreras y títulos, y consume muchos más recursos, pues mantiene a más de 3.500 profesores como consecuencia de la ampliación de grados. Cierto que la universidad se ha modernizado y ha sabido hacer muchas cosas bien --cátedras con empresas, nuevas líneas de investigación, estudios propios, más postgrados...--, pero aún queda mucho trecho por recorrer.

La universidad es ineficiente no solo por una cuestión económica, sino porque necesita mayor capacidad de adaptación. Una cosa es la autonomía universitaria y otra la suficiencia y un cierto engreimiento como institución. Autonomía no es autismo ni patente de corso. Al ser excluida de los programas de campus de excelencia, la comunidad académica estatal le ha mandado un mensaje a la Universidad de Zaragoza: o cambias o no serás tenida en cuenta entre las mejores. Reducir este problema a una cuestión presupuestaria es un exceso. Con casi 300 millones de euros al año tiene que haber hueco para armar un buen proyecto. Pero a veces se percibe que parte del profesorado se preocupa más de su crecimiento personal que de la colectividad. Paradigma de este supuesto es lo que ocurre con determinadas carreras, que se mantienen con asignaturas que tienen un número insignificante de alumnos.

Solo con una visión estratégica acerca del papel que debe jugar la universidad, compartida por el Gobierno de Aragón y por el rectorado, podrán conseguirse avances. El objetivo común debe ser que los campus aragoneses destaquen por su excelencia docente y su calidad investigadora y que consigan la mayor implicación con el territorio. De entrada, a través de empresas e instituciones con las que buscar una actuación conjunta, pero también con unos criterios de gobernanza que garanticen transparencia y eficiencia en el uso del dinero público.