Pese al intensísimo tráfico que registra y las extremas condiciones meteorológicas, la ruta aérea de los Alpes es una de las más seguras gracias a la inmejorable calidad del control aéreo alpino. Quienes tenemos pánico a volar solemos metabolizar en positivo este tipo de estadísticas antes de subir a un avión, en mi caso, puestísima de trankimazin. Puesta y todo suelo mirar a los ojos al pasaje que me recibe en la confianza de que han dejado en tierra lo mejor de sus vidas, de manera que, por la cuenta que les trae, me devolverán sana y salva a casa. Cuando esto no sucede, cuando puede fallar algo tan elemental como un sensor, el desgarro es tremendo porque hay que multiplicar por muchas equis las vidas que se truncan en el accidente. Esa ruta es familiar para tantos jóvenes españoles que trabajan o estudian en el entorno de Düsseldorf, el mayor centro económico de Alemania. Para ellos y para los padres que hemos aprendido a comprar jamones con una cinta de metro de Ikea: el de 76 centímetros cabe cruzado en una maleta de cabina. Por eso, la historia de cada una de las 150 víctimas nos identifica; nos identificamos con los chicos que volvían de un intercambio, con el empresario que se enfrentaba a una dura jornada de trabajo, con el sindicalista que iba a cerrar la negociación de un convenio, con la joven que viajó con su bebé para asistir a un funeral, con la madre que iba a visitar a sus hijos universitarios probablemente con la maleta llena de ibéricos. Por todos ellos lloro con el alma encogida.

*Periodista