Las compañías de telefonía móvil y los bancos nos amargan la vida. Unas por cortar el teléfono (por tanto internet) dejándonos incomunicados al mundo real y virtual cuando les viene en gana y sin avisar. Otros por cobrar comisiones y mantenimientos abusivos y obligarnos a trabajar para ellos desde nuestros ordenadores personales.

Como si no tuviéramos suficiente con la matraca catalana, por un lado, y constitucionalista por otro, el día a día se nos vuelve desesperante con el trato recibido por estos servicios a los que estamos ligados en nuestra vida cotidiana. No voy a dar nombres pero ustedes se pueden imaginar que en ambos casos mi opinión crítica se refiere a los grandes.

Por circunstancias personales transitorias pago religiosamente las facturas del teléfono por ventanilla bancaria (O sea cajeros automáticos). Opción legal y recogida en los recibos pertinentes que llegan a mi domicilio postal. Pues bien, ya es la tercera vez que esta espléndida compañía corta la línea dejándome literalmente colgada, desesperada, acosada, despreciada y ninguneada. Sobra aclarar que no llegó recibo alguno, ni llamada de advertencia de impago. Nada en absoluto. Y como la vida que llevamos va muy deprisa, este último corte me cogió con mucho trabajo urgente que resolver y las conexiones paralizadas. Una sensación que debe ser parecida a un ictus. Algo súbito y violento. De entrada eché todas las culpas de la desconexión al ordenador (siempre lo hago), miré las redes, comprobé la Wi-Fi, si la fibra óptica funcionaba, me desesperé sin la entrada de los correos que esperaba para seguir trabajando, sin mi música de Spotify, y perdí un tiempo precioso luchando contra mi maravilloso y carísimo Mac, que no me hacía ni puñetero caso. Reconozco que soy de natural optimista, y ni por asomo se me ocurrió descolgar el teléfono fijo, ya que ahora con los móviles se usa poco, casi solo para recibir llamadas. Total, que el sonido repetitivo del pii, pii, pii me devolvió a la realidad. «¡Me han cortado la línea!». Se preguntarán que por qué no domicilio el recibo. Pues porque no me da la gana, y porque he solicitado que me manden los recibos a mi domicilio postal para enterarme qué debo pagar.

Con los bancos, el abuso es de otra índole. Ahora que los hemos rescatado y ganan miles de millones de beneficios, quieren ganar más y cierran oficinas o las dejan con dos empleados. Nos obligan a que hagamos todo online para ahorrarse sueldos, y los clientes nos convertimos en sus más fieles trabajadores para hacer cualquier gestión bancaria. Nos toman por idiotas tratando de convencernos de las maravillas de la banca online. Y, además, nos siguen cobrando comisiones abusivas por tener nuestro dinero en sus consejos de administración. Se han recuperado del susto de la crisis (ellos, claro) y nos cobran hasta por hacer una transferencia. Hasta por respirar. ¿Y que pasa con la gente mayor que no maneja, ni falta que les hace, ordenadores? Esto sí que es anticonstitucional.

*Periodista y escritora