Háganme el favor: no se enfaden. Que cuando ayer aludí a la insoportable levedad de los lazos amarillos y las crispaciones que provoca su quitaypón, no pretendía negar el derecho de unos a reclamar la libertad de sus representantes políticos encarcelados, ni de los otros a recuperar espacio público en Cataluña. Solo mostraba mi perplejidad ante ese absurdo pulso en torno a un símbolo de tan escasa relevancia formal (que el ahora presidente del PP, Casado, en una nueva pirueta surrealista, quiere ilegalizar).

Hay más cosas, además de los lazos amarillos. El otro día, por ejemplo, estuve en Llanes, población asturiana que me encanta (la costa, las montañas, la bruma, el pescado que sirven en el restaurante Balamu...). Allí me topé con un asunto tremendo, que sin embargo no ha trascendido demasiado en el resto de España. Me refiero al asesinato del concejal de Izquierda Unida Javier Ardines. El contexto del crimen no ha podido ser más significativo: un ayuntamiento donde el PSOE gobernó a su aire durante siete mandatos (¡casi nada!); un súbito cambio tras las últimas elecciones locales, cuando los socialistas perdieron la mayoría absoluta y las demás candidaturas se agruparon en torno a un nuevo gobierno cuatripartito; el empeño del actual alcalde y sobre todo del edil muerto en revisar la política urbanística y cubrir la plantilla del municipio mediante una oferta pública de empleo, relevando a los interinos contratados a dedo por anteriores corporaciones... Demasiado.

Ardines era un hombre honrado (en eso coinciden todos sus vecinos), sincero, directo y comunista. Se había empeñado en regenerar una institución carcomida por lustros de compadreo y amaños. Le tendieron una emboscada y le mataron a golpes. La localidad, volcada en unas interminables fiestas y en su oferta turística, le recuerda con un gran lazo negro en la propia Casa Consistorial. Muchos habitantes del lugar se sienten incómodos cuando preguntas por lo sucedido.

Ya me perdonarán, pero no todo es de color amarillo en España.