Conviene subrayar con lápiz rojo, o tal vez sea mejor utilizar un lápiz rosa, el año 2017. Resulta llamativo que cuando, en muchos aspectos, la Humanidad parece caminar hacia atrás, cuando los avances en materia de igualdad y de libertades retroceden de manera alarmante, se haya producido una explosión reivindicativa con las dimensiones que ha adquirido la rebelión contra el acoso sexual que vienen protagonizando (en Occidente y, con otras formas, en Oriente) las mujeres. Un acoso que procede de hombres que, no hay que olvidarlo, poseen mucho poder (sea político, económico o empresarial) y que, por lo tanto, no es fácil de resistir.

La ira de los oprimidos desemboca a menudo en un estallido imprevisible, una detonación que nadie sabe cuándo se producirá ni cómo, una caldera que no tiene válvula de seguridad y cuya resistencia a la presión se ignora. A veces, como en este caso, la mecha que prende la rebelión parece incluso poco relevante. En octubre del año pasado varias mujeres, encabezadas por la actriz Ashley Judd, acusan a Harvey Weinstein, uno de los grandes productores de Hollywood, de acoso sexual. No era la primera ocasión en la que el magnate recibía acusaciones similares y siempre había salido bien parado de ellas, sea porque las mujeres acosadas alcanzaban un acuerdo con sus abogados o, simplemente, porque preferían callar ante la dificultad de poner en apuros a su poderoso acosador. Esta vez, sin embargo, no.

Tras esas primeras acusaciones, otras actrices, periodistas o trabajadoras de sus estudios toman ejemplo y las víctimas se revuelven contra su verdugo, a tal punto que Weinstein se ve obligado a renunciar a sus cargos y a prometer que se someterá a tratamiento para superar su conflictiva relación con el sexo. La cadena de denuncias permite adivinar todo el sufrimiento por el que han pasado esas mujeres, una lista que abarca a más de cien, víctimas de acosos, abusos y violaciones del productor.

Y el escándalo cobra mayores dimensiones cuando otra actriz, Alyssa Milano, propone denunciar la extensión del problema del acoso sexual y tuitea: «Si todas las mujeres que han sido acosadas o agredidas sexualmente hicieran un tuit con las palabras Me Too (Yo también) podríamos mostrar a la gente la magnitud del problema». La frase se utilizó más de 200.000 veces el 15 de octubre y la tuitearon 500.000 el 16. Las cifras se dispararon en los días posteriores y muchos nombres conocidos, del cine, de la empresa y de la política se vieron acorralados por las denuncias, lo que provocó una verdadera cascada de renuncias y dimisiones entre los depredadores señalados por ese dedo acusador.

Pero la apoteosis llegó hace pocos días, durante la gala de los Globos de Oro, en la que el negro fue el color de los vestidos como protesta contra los acosadores. El discurso de la famosa presentadora televisiva Oprah Winfrey, pronosticando la llegada de «un nuevo día» para las mujeres,

Como siempre, cuando un movimiento surge con este carácter torrencial, puede que arrastre un poco de todo. No solo verdades, actos de elemental justicia y oleadas de razonable indignación. También, en mucha menor medida, puede haber falsas acusaciones, tergiversaciones vengativas y brotes de intolerancia. Algo de esto es lo que ha señalado un grupo de intelectuales francesas, encabezadas por Catherine Millet y con la presencia entre ellas de la gran Catherine Deneuve.

Es probable que así sea, e incluso que sean inevitables casos como los que ellas señalan. Pero eso no hace que sea tolerable un estado de cosas como el que denuncia el movimiento Me Too. Porque no es un problema que se ciña a los estudios de Hollywood, o a las grandes esferas de la política o la empresa. Y mucho menos a un solo país. El machismo más fétido y casposo está instalado entre nosotros desde hace mucho tiempo y todos lo sabemos.

Nuestra sociedad patriarcal (o, como dicen algunos colectivos, heteropatriarcal) nos ha condicionado para tener cierta transigencia, cierta tolerancia. Ha hecho que podamos llegar a ver y consentir como normales hechos que son absolutamente deleznables. Esta es, para mí, la importancia del grito de rebeldía que representa Me Too. Ahora son también los hombres los que deben de asumir que, sin su consentimiento y su aceptación como «algo normal», sería muy difícil que se diesen situaciones como las que se denuncian ahora. Lo que debe enseñarnos esta formidable rebelión contra la agresividad de tantos machos con poder es que el acoso sexual, la violencia que su-pone obligar a una mujer a tener relaciones carnales mediante el chantaje o la presión, es algo que nos concierne a todos. La deleznable frase del presidente norteamericano (cuando eres una celebridad puedes hacer lo que quieras, agarrarlas por el coño, puedes hacer de todo) se parece demasiado a otras que cualquiera de nosotros ha oído pronunciar alguna vez. No debemos dejarlas pasar nunca más Este debe ser nuestro modesto compromiso personal

¿Que entra dentro de lo posible que se produzcan excesos por el otro lado? Pues sí, pero el problema es de tal magnitud que me parece un coste perfectamente asumible si con ello se consigue que los acosadores pierdan esa sensación de impunidad que les ha permitido convertir en un infierno la vida de tantas mujeres. El mismo infierno que han vivido tantos menores sometidos a abusos de sacerdotes, monitores, entrenadores deportivos y toda clase de personas que tenían poder sobre ellos y que, por eso precisamente, estaban obligados a protegerlos. Porque es necesario combatir esa plaga hasta erradicarla. No sirve, como suelen excusarse cuando son pillados, con decir que han cometido errores. No es un error, es desprecio hacia la dignidad del otro (en este caso, de la otra), es la más absoluta falta de empatía… y eso no se arregla pidiendo disculpas. Eso no tiene arreglo.

Así que subrayemos, con lápiz rojo, rosa o con el arco iris, la fecha de esta esperanzadora explosión y hagamos todo lo posible porque tenga continuidad en 2018, en 2019… y todos los años que hagan falta para exterminar esta «plaga». H<b>*Diputado constituyente</b>