U n día, hace años, fui al teatro a ver a un humorista con una amiga que lo conocía. Una hora antes de empezar, nos lo encontramos en la cafetería y nos sentamos juntos a tomar un café. Él llevaba ya meses en cartel con su espectáculo y nos contó que había empezado a preguntarse por el sentido de todo aquello; que había empezado a ser rutina y que ya no lo disfrutaba. Pocos minutos después, ya en el escenario, empezó su monólogo diciendo: «Hace meses que subo aquí y ya no me hago gracia». La gente estalló en carcajadas, mi amiga y yo nos miramos con cara de glups. Teníamos una información que el resto de la sala no tenía: sabíamos, porque nos lo había dicho, que aquello que acababa de decir era verdad.

Hay una cosa intrínseca al hecho artístico, ya sea teatro, arte o literatura: todo espectador con un mínimo de sensibilidad se enfrenta de entrada al objeto propuesto bajo una especie de pacto de credibilidad hacia aquello que nos explicarán; ¿cómo aceptaríamos si no las mujeres con los dos ojos a un lado de la nariz de Picasso, los animales que hablaban de Orwell, el hecho de que Supermán vuele y tantas otras cosas?

Doris Lessing, Gabriela Mistral, Toni Morrison, Herta Müller, Svetlana Aleksiévich, Elfriede Jelinek, Alice Munro y Wislawa Szymborska también hacen arte: literatura, concretamente. Todas tienen en común que, de una u otra manera, retratan en sus libros personajes femeninos abusados por una sociedad machista. A veces lo hacen explícitamente -la violación de la pequeña Pecola, en Ojos azules, de Morrison; la de Erika en La pianista, de Jelinek-, otras veces lo hacen exponiendo abusos estructurales del sistema especialmente graves contra las mujeres -cualquier libro de Aleksiévich serviría de ejemplo-. Tienen en común otra cosa: todas han sido galardonadas con el Nobel de Literatura.

El viernes se anunciaba que el premio se saltará su edición de este año. El motivo es que desde noviembre, Jean-Claude Arnault, un individuo próximo a la Academia Sueca -tanto que organizaba actividades y estaba casado con una de las académicas-, lleva acumuladas 18 acusaciones de abusos sexuales, de muchos de los cuales la institución ya tenía conocimiento, pero había callado. ¿Cómo se leían en la Academia hasta ahora los libros de todas estas mujeres de su palmarés que denuncian abusos parecidos? ¿Cómo se decidían a premiarlas sabiendo que en su propio seno se practicaban esos abusos? ¿Desde qué distancia, bajo qué pacto artístico se entendía aquello que gritaban Morrison y Lessing, y Müller y Munro?

Lo que está pasando últimamente en la calle y todo eso que se grita en las redes -el #cuéntalo, el #Metoo...- es el café que por fin la Academia Sueca y todo el mundo en general se sienta a tomar con las protagonistas obligadas de esta odiosa historia. Es la conversación real que dice que basta, que ni puñetera gracia tiene todo esto ya.

Es hora de parar y recapacitar para después reestructurarlo todo; aquí han estado bien los suecos; demasiado lentos, pero bien. Y creo que nosotros, toda la sociedad, también lo podemos hacer.

*Librera