La tradición de regalar en paralelo a la Navidad ha dejado a lo largo de la historia un rastro difícil de borrar. A mí, lo que me chifla de verdad son las indumentarias del día después. Como cada animal trae de serie su propio pelaje, resulta chocante ver a cualquier Araceli a las ocho de la mañana, cuando se dirige a fichar, con su zamarra bien abrochada hasta ese cuello cubierto por un bufandón de tres vueltas. Debajo de la pelliza, asomando tímidamente, aparece la batita azulada de la fábrica. Naciendo a la altura de las cachas, una diabólica prenda multifunción que te encuentras --ya, desgraciadamente, con la misma naturalidad-- en una recepción en un palacio como cubriendo el pernil de una campesina que está cogiendo caracoles en un ribazo: los leggins. Si la osadía de su portadora no atiende a Dios ni al Diablo, rematará a ras de suelo con un zapato de tacón cuya suela puede que esté todavía adornada con el refulgente adhesivo orangino de una tienda de bruslis.

Ese conjunto armónico y bien avenido de prendas hermanas y materiales en sintonía se descalabra cuando, sobre el tierno costadito de la que te dije, cuelga lángido y orgulloso ese bolso de diseño adornado con el osito, las iniciales LV entrelazadas, la sofisticada imagen de Carolina Herrera o cualquier otro distintivo de una marca premium.

Es enternecedor observar cómo convive la réplica del legendario bolso Amazona de Loewe con el gorro con orejeras forradas por su cálida guata.

Me puede la tentación y pregunto:

--¿De qué llevas el bocata hoy? ¿de ostras?