El llamado Pacto del Agua, aquel gran acuerdo político suscrito en 1992, cumple veinticinco años sin que haya sido llevado a efecto y sin que parezca posible hacerlo. Imperativos sociales, medioambientales y técnicos, pero también económicos y normativos, han frenado algunas obras, modificado el alcance de otras y dejado algunas más en un extraño limbo. Santaliestra se cayó (por imperativo legal) en beneficio de San Salvador. Y ahora ha pasado lo mismo con Biscarrués, un pantano cuyo proyecto, tras ser achicado y modificado varias veces, ha tropezado en la Audiencia Nacional. Así, si en algún momento se quiso dar a entender que el Pacto del Agua era una especie de libro de la verdad hidráulica, lo cierto es que el desarrollo de los acontecimientos no ha cesado de modificar su contenido hasta desvirtuarlo por completo.

Hace falta un nuevo Pacto. Porque Aragón sí que necesita asegurar la utilización de recursos propios, y el agua es uno de los más importantes. Pero no cabe seguir adelante con un programa de intenciones que ha quedado desfasado, tirando a veces más de factores identitarios y emocionales que del puro interés lógico.

Aragón necesita replantear todos sus objetivos estratégicos. Para hacerlo, además de tener en cuenta los nuevos agentes políticos que han entrado en escena recientemente, debe asumir la simple realidad actual, las condiciones objetivas. Por ejemplo, no parece razonable que el proyecto de Biscarrués se fundamentase en un caudal promedio del Gállego elaborado a partir de los aforos registrados desde 1944. Esos caudales no han vuelto a verse en los últimos lustros, condicionados por el cambio climático.

Biscarrués ha puesto sobre la mesa la contradicción entre una ampliación de los regadíos, de rentabilidad más que dudosa, con la existencia a día de hoy de un foco de desarrollo justo en la zona afectada por el pantano. Otro factor a tener en cuenta. Llegar a un nuevo acuerdo sobre el agua implica a las administraciones competentes, los partidos políticos, los agentes sociales y económicos, y otros colectivos como las organizaciones ecologistas, cuya actividad ha venido siendo tan notoria como a menudo cargada de razón. Pero el papel clave corresponde al Gobierno aragonés. Ahí tiene una magnífica ocasión de tomar la iniciativa, pero han pasado dos años de legislatura y no mueve ficha.