La irrealidad y la locura van por barrios, claro. De la misma manera que cientos de miles de catalanes, ciegos partidarios del secesionismo, se han contado a sí mismos (y se lo han creído) un cuento de hadas esteladas, otros tantos o más ciudadanos del resto de España están siendo arrastrados por un furor unitarista que tampoco tiene en cuenta el peso de las circunstancias. Ni estos ni aquellos son conscientes de la tupida red de relaciones de todo tipo que vinculan a Cataluña con el resto de España, y en particular con Aragón, pues ambos territorios son vecinos y llevan siglos y aun milenios entrecruzando sus destinos y viviendo en común.

Organizaciones sociales (sindicatos, patronales y otras entidades), académicos, profesionales y gentes bien informadas en general alertan ya sobre las repercusiones, obviamente negativas, que la actual situación ha de tener sobre la economía aragonesa. Sus advertencias desmienten con el peso de los datos y de los hechos esa leyenda según la cual una eventual independencia catalana tendría como efecto colateral el desplazamiento hacia Aragón de empresas, inversiones y puestos de trabajo. Semejante ilusión es propia de ignorantes o de mentecatos. En realidad, el flujo comercial entre las dos comunidades (que suma casi quince mil millones de euros), el uso común de servicios básicos (sanidad, enseñanza, infraestructuras varias) y el enorme peso de las relaciones personales y familiares es tan potente que su alteración causará severos daños a unos y otros. Cataluña, en verdad, es parte de España, y lo que perjudique allí perjudicará aquí. Véase el desasosiego de las autoridades extremeñas mientras advierten de que un boicot a los fuets, espetecs y otros embutidos de marcas catalanas les repercutirá directamente, pues buena parte de esos productos se fabrican en localidades de Cáceres o Badajoz.

Aragón arrastra en lo más dolido de su subconsciente el lamentable caso de los bienes eclesiásticos retenidos en museos catalanes. Sin embargo, como no me he cansado de repetir, ese es un asunto más simbólico que importante. Pesado y medido, resulta una minucia comparado con lo que ahora tenemos entre manos. Por contra, la principal implantación industrial que el Gobierno aragonés gestiona ahora mismo como su logro estrella para esta legislatura no es otra que la instalación en Épila de un matadero y procesador de procutos cárnicos promovido por la cooperativa Guissona. Al margen de los aspectos polémicos y las posibles contraindicaciones de dicho proyecto, es evidente que podemos darlo por finiquitado caso de que el actual conflicto se encone.

Si a los catalanes ahora movilizados por el soberanismo se les ha vendido la independencia como una especie de escala de Jacob que les llevará directamente al paraíso, a mucha gente del resto de España les han convecido de que un referendo (acordado, regulado, sometido a una Ley de Claridad) equivale a pactar con el diablo. A unos y a otros les están vendiendo mercancía averiada. Y no son pocos los aragoneses que compran la que les corresponde. Ellos también se están equivocando.