Una de las causas que se encuentra detrás de la crisis económica es la pujanza que en los mercados globales están alcanzando las economías emergentes, entre las que destacan los países del BRIC: Brasil, Rusia, India y China. La competitividad de sus economías se basa, fundamentalmente, en unas condiciones sociolaborales muy alejadas de las europeas, en la práctica inexistencia de un marco regulador que ponga límites en las dimensiones medioambiental y de seguridad laboral, así como en un sistema impositivo injusto que no permite la equilibrada redistribución de la riqueza.

Ya a principios de la década de los 80, los líderes mundiales identificaron este riesgo y algunos de ellos, como Felipe González, apostaban por limitar la extensión de la precariedad en Europa y promover reformas laborales, sociales y económicas en los países emergentes que los fuesen acercando a la construcción de sociedades más igualitaristas y justas. De hecho, este discurso se ha vuelto a repetir en el documento que un grupo de expertos, coordinados por el expresidente español, dirigió en mayo de 2010 al Consejo Europeo (Proyecto Europa 2030: Retos y oportunidades). Sin embargo, no fue ésta la propuesta que triunfó en ese momento, sino que terminó por imponerse la abanderada por otros líderes, de tendencia neoliberales, entre los que destacaron Thatcher y Reagan, y que se centró en la recuperación de la competitividad de las economías occidentales por la vía de reducir derechos laborales, recortar el Estado de Bienestar y rebajar los impuestos a las clases más pudientes.

De esta forma, la crisis pone de manifiesto una lucha entre dos modelos de estado y de bienestar, aunque no de sistema económico, puesto que en la era de la globalización, es el capitalismo el que ha salido triunfando. Y el capital global, especialmente el de corte financiero y especulativo, ha tomado partido decididamente por destruir poco a poco los elementos redistributivos y de justicia social del estado de bienestar de corte europeo, con la aquiescencia de los gobernantes mundiales, que han optado casi unánimemente por doblegarse al capital.

SI NO TENEMOS LA capacidad de idear y poner en funcionamiento otro sistema económico, al menos hemos de ser capaces de ponerle todas las trabas posibles para que sus interesen no dominen y determinen las decisiones de los parlamentos soberanos. Más bien al contrario, nuestros líderes, y especialmente los de la izquierda, son responsables de diseñar dispositivos que limiten al máximo su incidencia en el campo de la esfera política. Mucho se ha hablado en los últimos años de la tasa Tobin, como instrumento que grave con un impuesto las transacciones internacionales de carácter especulativo. Ésa es una buena línea de reflexión, pero creo que hay otras que todavía no se han explorado. Entre ellas, habría que pensar en la posibilidad de dar otro enfoque a las instituciones internacionales y, entre ellas, a la Organización Mundial de Comercio (OMC). Es preciso recordar que la figura del arancel tuvo su origen en el interés por evitar los efectos negativos que economías externas podían provocar en la economía de un determinado país. Actualmente, es la OMC la que se ocupa de regular las transacciones comerciales entre países a través de acuerdos que son negociados y firmados por la mayoría de los países que mantienen intercambios comerciales. Su finalidad es ayudar a los productores de bienes y servicios, a los exportadores y a los importadores a desarrollar sus actividades, si bien, no hay que olvidarlo, permitiendo que los gobiernos alcancen objetivos sociales y ambientales.

Para conseguir los fines de la OMC, ésta ha partido de la hipótesis de que la eliminación de obstáculos en el comercio internacional era la estrategia más adecuada. Sin embargo, la crisis está poniendo de manifiesto que estas prácticas han terminado por incidir de forma decisiva en los modelos sociales y ambientales de la vieja Europa. Por lo tanto, hay que diseñar unos aranceles que estén fundamentados en otros criterios, no solamente económicos, sino ampliándolos al conjunto de elementos que configuran la vida de las naciones. En este sentido, se podría tomar de base el conjunto de indicadores (educación, sanidad, igualdad, seguridad, medioambiente, economía, gobernanza, etc.) que la ONU identificó para determinar el grado de desarrollo sostenible de un país o el más conocido índice de desarrollo humano.

Si partimos de la base de que es precisamente el escaso desarrollo desde el punto de vista humano lo que hace unas economías más competitivas que otras, se trataría de generar un arancel a la importación que fuese más elevado en la medida en que los productos procediesen de un país con menor índice de desarrollo humano. Se puede argumentar en contra de esta propuesta que dificultaría el desarrollo económico de los países en vías de desarrollo. Pero a esa crítica se podría responder que en realidad contribuiría a que el desarrollo económico de estos países estuviese más acompasado con el desarrollo social y medioambiental del mismo. En definitiva, daríamos un paso hacia un mundo más justo e igualitario y, además, pondríamos la dimensión humana por encima de la económica a la hora de tomar decisiones políticas.

Sociólogo