Bajar los puertos en bicicleta sobre unos neumáticos que apenas apoyan en el asfalto cuatro centímetros cuadrados y unos frenos de tracción manual, con unas zapatas de minúscula zona de frotación, es un arriesgado ejercicio de seguridad vial. Hacerlo en competición, a noventa kilómetros por hora, calculando tiempos, diferencias y no dejando que el rival se vaya más de diez metros, es una locura cuyo control está al alcance de muy pocos. Un descenso a cara de perro como el que ayer realizaron en el puerto de Bâles quienes por delante se jugaban la etapa y también quienes por detrás negociaban la clasificación general, es un ejercicio muy similar, tanto en riesgo como en capacidad neurológica, a los conocidos hombres pájaro, esos poco amantes de la vida que deciden lanzarse desde el cielo con un traje volador. Bajar un puerto en competición es como lanzarse al vacío con un paracaídas de juguete. Solamente quienes han seguido a los ciclistas en un vehículo en un descenso pueden llegar a entenderlo. Para un ciudadano normal es un estado de locura. Para ellos es una especialidad como lo pueda ser el esprint o la contrarreloj. Es una parte más del oficio que contrasta con la especialidad de la escalada. Cada vez hay menos diferencias, pero históricamente ha sido muy habitual que los grandes escaladores eran pésimos descendedores. Eso le ocurrió, por ejemplo, a Bahamontes. El Aguila de Toledo siempre se ha quejado de que si en su época hubieran terminado etapas en alto habría ganado varios Tours, pues todo lo que ganaba subiendo lo perdía bajando. Ayer, en el descenso de Bâles asistimos a un espectáculo de riesgo calculado al que ahora se dice que es parte del oficio. Sin embargo más que un oficio parece un arte al alcance de pocos: el arte de bajar.

Nibali estuvo en su sitio y arrancó otra hoja de su almanaque sin que nadie osase ponerle en dificultades, pero los franceses andan en plena guerra civil por ver cuál de sus estrellas subirá al podio.