Comí ayer con dos queridos amigos que se dedican, respectivamente, a la educación y a la protección de menores. Como hacía años que no nos veíamos, repasamos lo que éramos y lo que somos, cómo nos ha tratado la crisis, el revolcón que hemos sufrido (casi) todos en este tiempo. Ellos, que tratan con temas tan sensibles, me hablan de esas tasas de abandono escolar durante la ESO en ciertos institutos, que se acercan al 50%. Y me cuentan cosas tan sensibles como las colectas de profesores para poder pagar, en lo peor de la crisis, los desayunos de niños que llegan a las aulas sin comer. Discutimos sobre si es verdad que en España se pasó hambre (no hambre de barrigas hinchadas, pero sí de saltarse comidas) y de quien con total desvergüenza lo ha negado, la niega y lo negará. También hemos hablado de los menores desprotegidos, los que viven en centros de acogida gestionados mal que bien por empresas asfixiadas por condiciones draconianas. Pobres chavales, al final. A los tres nos preocupa mucho la pobreza infantil, esa sensación de que eres menos que los demás en esta sociedad consumista. Ese ver la vida con la nariz pegada al cristal, como en la posguerra. Lo que, por cierto, nos lleva al tema de la educación superior, a la que ya solo accedes si tus papás son solventes; a la porra tantos años de universidad al alcance de cualquiera. Hablamos mucho pero, al llegar el café, coincidimos en lo mismo: Asco de políticos. Ahora resulta que la crisis no era lo peor que nos podía pasar como país... Periodista