Como si no hubiera pasado el tiempo, España permanece atrapada en la estela del 2008, cuando empezó la crisis, cuando el milagro español, que miraba de reojo a Alemania, se descubrió de la noche a la mañana con los pies de barro. Pero quizá las esencias de los males que nos aturden estos días de corrupción, cutrerío patrio, que evocan un gran barco a la deriva capitaneado por un Gobierno sin proyecto, vienen de más lejos.

Imposible evitar una mirada al presente al leer Luces de Bohemia (1924), la más ácida y divertida denuncia de los males de aquella España pobre, canalla y deprimida en la resaca de la pérdida de las últimas colonias. Obra maestra de Ramón María del Valle-Inclán. Su protagonista, el gran poeta Max Estrella, «el Víctor Hugo español», vive sus últimos días en la más absoluta miseria. En su país, insisten una y otra vez, «el trabajo y la inteligencia siempre se han visto menospreciados, todo lo manda el dinero».

En unas semanas, Cristina Cifuentes pasó de devolver un máster (que no tenía) a denunciar a los periodistas que la descubrieron (que contaron la verdad) y a dimitir por un vídeo en el que aparecía sustrayendo cremas de cara en un súper; un siniestro golpe de gracia desde las cloacas digno del mejor esperpento. «El sentido trágico de la vida española solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada», denunciaba Estrella. Y tanto.

Cabe preguntarse cómo es posible que, con frecuencia, personajes chuscos acaben en lo más alto de los partidos. «Han quedado y han ascendido los que no teniendo otra forma de prosperar en la vida se han limitado a una obstinada militancia, a una ilimitada disposición de obediencia, en el mejor de los casos, y de corrupción en el peor», reflexionaba Muñoz Molina en Todo lo que era sólido (2013), magnífico ensayo de la España de ladrillo que se derrumbó.

Me decía hace poco un político madrileño asombrado por lo ocurrido. «¿Qué necesidad tenía Cifuentes de inflar su currículo con un máster de regalo?». Su carrera política era boyante. No necesitaba adornos académicos. En realidad, la anécdota es reveladora. Los políticos son conscientes de que el ciudadano cada vez les escruta más: ¿qué hizo usted antes? ¿cuál sería su suerte si tuviera que pelear en un mercado laboral que no es precisamente amable?

La degradación de la vida política, animada por redes y medios que suben la audiencia con el espectáculo al minuto, pero no propician reposo para un debate sereno, toma extraordinaria gravedad con un Gobierno con respiración asistida. Rajoy parece satisfecho porque la economía crece. Y porque baja el paro (sigue siendo el segundo más alto de la UE). La inestabilidad financiera ha pasado, es verdad. Poco más.

No ha habido grandes reformas para modernizar el país, ambición ninguna en el exterior; ni siquiera un gran pacto por la educación, un área que es precisamente la que más nos puede ayudar a salir de este Callejón del Gato donde la vida política se deforma una y otra vez. Ni siquiera tiene el Gobierno un plan para reconducir la normalidad en Cataluña, como si aplicar la ley, que es su obligación, le exonerara de hacer política. El independentismo tendió inteligentemente un gran señuelo en un momento en el que España como país solo evoca un sueño ante un triunfo deportivo o una mesa con paella y vino. Como si los problemas que tanto nos deprimen fueran ajenos en Cataluña, como si el 3% viniera de Marte y como si en la mejor tradición esperpéntica no siguiesen algunos tratando de investir president a un holograma mientras nos convencen de que gobernar por Skype ofrece un mundo de ventajas.

Claro que la España actual no es la de Valle-Inclán. Y estamos mejor que al inicio de la crisis. Podríamos también buscar consuelo en los males de alrededor, empezando por la xenofobia y la crecida de la extrema derecha en Europa, de la que parece somos inmunes. Pero las últimas semanas inducen a pensar que hemos estado perdiendo el tiempo, que la cultura política del país ha cambiado poco a pesar de la gran cicatriz de la crisis y de la gran competición electoral a cuatro que debería invitar a los partidos a presentar a los mejores.

«¿Dónde está la bomba que destripe el terrón maldito de España?», se preguntaba impotente Max Estrella. La regeneración de la vida pública del país depende, claro, del país mismo. Urgen elecciones y políticos ejemplares, pero eso no basta. «La barbarie ibérica es unánime», decía, exagerando, el poeta. El cambio empieza en cada uno mismo.

*Periodista y politólogo