E l pasado viernes 20 de abril, fallecía en Omán por causas que todavía no han sido desveladas, el dj y productor sueco de música electrónica Avicii. Tenía 28 años. Había alcanzado la fama y la fortuna a nivel planetario en el 2011 con su hit Levels. Colaboró con Madonna y con Coldplay. Llenaba estadios inmensos de gente enfebrecida y entregada. A día de hoy sus canciones han sido descargas en Spotify más de un billón de veces y la revista Forbes calculaba que en el 2015 había ganado 19 millones de dólares. Se retiró en el 2016 a causa del agotamiento, la ansiedad y algunos problemas de salud, entre otros una pancreatitis aguda, derivados del excesivo consumo de alcohol.

Todo esto, su fulgurante y gozoso ascenso a la fama, su agotamiento y la posterior decisión de retirarse y dejar el mundo de las actuaciones en vivo para descansar y seguir creando música de un modo más tranquilo lo cuenta él mismo en un magnífico documental titulado Avicii. True stories.

Hasta el pasado viernes, yo no sabía quién era Avicii. No me interesan demasiado la música electrónica ni el mundo de los dj y de los macroconciertos. Y sin embargo, había algo en las decenas de fotos del artista que aparecieron en la prensa después de su muerte que me llamó la atención. Aquel rostro extraordinariamente bello, felino y delicado, viril e infantil a la vez, sin tener ningún parecido con ellos, me hizo pensar en otros rostros. Me recordó a Amy Winehouse y también a Marilyn.

Hay gente que no está blindada, son reconocibles al instante, sin ninguna posibilidad de error, es como si les faltase una capa de piel que los demás sí tenemos, personas que no han sabido o no han podido o no han querido construir ningún muro efectivo entre ellos y el mundo.

Amy Winehouse era así, Marilyn Monroe también. Y Avicii. Hay en ellos una vulnerabilidad particular, una forma de inclinar la cabeza como recogiéndola, una mirada un poco triste y lejana, una dificultad para vivir, una delicadeza de animal de bosque en la forma de moverse. Transmiten la pureza, la fragilidad y la luz irresistible de todo lo nuevo y perecedero. La pureza (no el candor) es una de las pocas cosas que no se pueden ni aprender ni imitar. No está muy de moda en la actualidad, hoy todo el mundo va armado hasta los dientes, es bastante desagradable y feo.

Ante estos casos, siempre pienso (con cierta ingenuidad, tal vez) que si alguien sensato, adulto y con un poco de paciencia se hubiese cruzado con uno de estos seres, se los hubiese llevado a casa, les hubiese preparado una sopa de arroz, les hubiese asegurado que todo iba a ir bien (porque casi siempre va todo bien) y les hubiese arropado, tal vez se hubiesen podido salvar, aunque solo fuese durante un rato más.

*Escritora