Cuando Franco terminó de ver El verdugo en su sala de cine del Pardo, se quedó en silencio un rato largo. Inmediatamente escuchó las críticas de los censores, las palabras poco amables que contra Berlanga pronunciaron los pelotillas del régimen que descalificaban al director como rojo, antifranquista, tonto útil, anarquista, compañero de viaje de los comunistas y otros lugares comunes. Franco rompió su silencio, y con su voz atiplada, sentenció: "Es algo peor: es un mal español".

El desafecto, el traidor, ahora no era Buñuel, era Berlanga. No un exiliado. Un español excombatiente y exdivisionario. Cierto que era un español desconcertante, seguramente un agnóstico, cargado de un escepticismo. Uno de esos que desde su humor negro, ácido y pesimista, no pretendían hacer reír sino demoler los valores que sustentaban el franquismo. Había que castigarle pero no estaban en situación de prohibir El verdugo. Había sido premiada en el Festival de Venecia, tenía el aplauso del cine europeo y podría ser una nueva campaña de desprestigio para un régimen que quería disimular su lado más duro con la pretendida apertura opusdeísta. El verdugo se politizó mucho más de lo que Berlanga y Azcona hubieran imaginado, tuvo la rara fortuna de llegar después de las campañas internacionales contra los asesinatos de Julián Grimau, y de la ejecución de los anarquistas Granados y Delgado. El régimen tuvo que autorizar historias de verdugos de ficción en un país con verdugos reales, con garrotes viles que seguían siendo la manera legal de aplicar la muerte de un régimen que no era legal.

El director de Bienvenido Mister Marshall, Los jueves milagro, Plácido, el mejor de los directores españoles --Buñuel es otra cosa, un universo aparte-- no lo tuvo fácil para normalizar sus producciones, para trabajar con libertad en su país. Por ser mal español sus guiones, generalmente escritos con su compañero más estable, Rafael Azcona, fueron sometidos a numerosos recortes por la censura franquista.

FRANCO, tampoco en eso tenía razón. Berlanga era un excelente español. Un español nacido en el seno de una familia progresista que creyó que al irse a la División Azul podría ayudar a su padre preso. Un soldado antiépico, tan mal soldado y tan poco franquista como su amigo Luis Ciges, que también fue a la estepa rusa por "hacerse perdonar" el pasado de su padre escritor socialista y fusilado.

Sus historias de las guerras, algunas que contó después en películas como La vaquilla, eran desternillantes y muy poco edificantes desde el ardor guerrero. Escatológicas historias con montañas de "mierdas" congeladas de jóvenes divisionarios o de haber estado vigilando toda la noche frente a un muro porque no se veía nada y no se atrevía a moverse.

Berlanga tuvo que hacer su obra burlando a censores como aquel cura que presumía de ser tan moderno que "hasta tenía reloj de pulsera". Disparates como no dejarle rodar en la Gran Vía por si acaso se le ocurría mostrar un obispo entrando en Pasapoga.

Berlanga, un excelente español. Nuestro genio más cercano que supo ser mejor entre sus contradicciones: señorito valenciano, burgués ilustrado, liberal extravagante vestido como un inglés, antibélico con uniforme nazi, rico venido a menos, generoso sin dinero para invitar. Un gentleman que se sacaba los mocos. Pornógrafo cercano a la castidad. Desnudador mental de todas las mujeres. Un infiel que nunca puso los cuernos. Escritor que se despistó cazando moscas. Travestido que nunca se ha quitado la chaqueta. Un guarro muy pulcro. Un tierno despistado. Un perezoso trabajador. Un individualista muy sociable. Un eterno femenino misántropo. Un republicano falangista, ácrata de derechas, izquierdista burgués. Un agnóstico respetuoso. El más berlanguiano de todos los españoles.

Periodista